SERIE: A FAVOR DE LOS DERECHOS HUMANOS DE NIÑOS, NIÑAS Y ADOLESCENTES

Diego Tapia Figueroa, Ph.D. y Maritza Crespo Balderrama, M.A. (septiembre, 2021) ¿CONTROL O CONFIANZA CON LOS NIÑOS, NIÑAS Y ADOLESCENTES? UN DILEMA RELACIONAL Diego Tapia Figueroa, Ph.D.  y Maritza Crespo Balderrama, M.A. Todo lo que hemos aprendido lo podemos desaprender -si han sido cosas crueles e injustas- y podemos aprender cosas nuevas, dignas de lo que nosotros merecemos, de quienes nos gustaría ser. Poner palabras propias y distintas a las experiencias, a los sentimientos nos humaniza. Como explica Jaakko Seikkula -Seminario Internacional, septiembre 2021-: “Estamos aquí para crear palabras nuevas para las experiencias que aun no tienen las palabras”. Verbalizar, decir la verdad coyuntural y contingente, libera. Sólo buscando y expresándonos con nuestra propia voz en cada momento, podremos estar a disposición de aquello humanamente transformador que construimos en las relaciones con los demás. La forma de aportar de manera significativa y tomando en cuenta la ética relacional en la crianza de los hijos/hijas es: amarlos, respetarlos, comprenderlos, aceptarlos y legitimar su diferencia, a la vez que, con confianza en el diálogo, en el proceso relacional, enseñarles a amarnos y a aceptarnos también. Es un modelo de maternidad-paternidad profundamente sereno, que parte de la premisa central de la imperfección: suya, nuestra, de todos los humanos. Se trata de aprender a crear límites relacionales positivos, entre niños, niñas, adolescentes y adultos, sin necesidad de actuar con crueldad e injusticia. Una invitación a abrazar la complejidad de nuestros niños y niñas con inteligencia, que es una manera de ser con los otros relacionada con el buen humor, el placer, la imaginación, la curiosidad que se transforma en reflexión; ser inteligente implica vivir la libertad de ser con los otros, decir, sentir, hacer, crear, transformar y transformarse de manera generativa. El hogar es aceptación, nos dice Harlene Anderson. En este territorio simbólico, que llamamos hogar, vive la aceptación como reconocimiento e irrestricto respeto a la diferencia. La aceptación no es una virtud ni tolerar un acto de benevolencia, se trata de la condición indispensable del vivir que acepta la presencia del otro con deseos y lenguajes propios; aceptar al otro, sin prejuicios.  Los prejuicios en relación a los niños, o entre adultos, no son “tolerables”, porque atentan a la dignidad del ser humano. (“Esa forma de no pensamiento que son los prejuicios”, decía Ludwig Wittgenstein). Proponemos el diálogo como primera opción en la relación con niños, niñas y adolescentes, partiendo de esta constatación: no nos vamos a poner de acuerdo, no es obligatorio estar de acuerdo siempre y en cada momento; sin embargo, nos comprometeos a respetarnos, manteniendo la máxima dignidad. Invitamos a asumir una nueva responsabilidad: construir conjuntamente confianza y seguir para adelante; más allá de las debilidades, contradicciones, errores, imperfecciones, fallas, mentiras, inconsecuencias, vulnerabilidades: hacer-construir confianza y seguir adelante, aportando significativamente. Un niño/niña, cuando nace, necesita el amor de sus padres, es decir, necesita que éstos le den su afecto, su atención, su protección, su cariño, su ternura, sus cuidados y su disposición a comunicarse con él/ella, a disfrutar de estar con él/ella. Por otra parte, cuanto menos amor haya recibido el niño/niña, cuanto más se le haya negado y maltratado con el pretexto de la educación, más dependerá, una vez sea adulto, de sus padres o de figuras sustitutivas, de quienes esperará todo aquello que sus progenitores no le dieron en su niñez. Hay una confusión cómoda, cobarde y egoísta entre: a) poner límites humanos y legítimos a los hijos e hijas; b) convertirse en una alfombra de ellos, en esclavos mendigando su benevolencia; c) en tiranos abusivos que imponen con violencia la obediencia, disciplina y sometimiento a una jerarquía ciega y obtusa de adultos crueles e injustos. Asumir la responsabilidad de establecer límites que protejan las relaciones consistentes para generar hijos e hijas consistentes es encarnar la ética relacional y es responsabilidad de los padres y madres, de los adultos, sin delegar esta urgencia, para hacer posible el devenir de los niños, niñas y adolescentes. Relacionarnos responsablemente con los niños, niñas y adolescentes, reconociendo su calidad de personas distintas y no una propiedad de los padres y madres, seres humanos con derechos, personas inteligentes, que merecen respeto, comprensión, aceptación, empatía, alegría, libertad, amor y diálogo es un desafío constante para los adultos. Retórica, encubrimiento, juego sucio relacional y malos tratos de los adultos Nos encontramos a menudo con adultos que, en su gran mayoría, han optado por sostener un “personaje” falso que han aceptado y asumido, con el objetivo de adaptarse, no cuestionarse y seguir con el encubrimiento de los crímenes crueles e injustos a los que sus padres y madres idealizados los sometieron, y multiplicar y perpetuar la lógica de la esclavitud a la que los acostumbraron. Adultos tiranizados por su perfeccionismo, su exigente necesidad de aplauso y obediencia; su ansiedad de controlar, de dar órdenes, de ser obedecidos, complacidos, de “disciplinar y educar”, de imponer estilos jerárquicos de comunicarse y relacionarse. Hablan a los niños con monólogos que suelen ser sermones cargados de buenas intenciones, la retórica de lo políticamente correcto, los moralismos vacíos de contenido; una trampa de eufemismos, mentiras e hipocresías para negar legitimidad a los derechos de los niños, niñas y adolescentes. En nuestros contextos las coartadas sociales y culturales para el maltrato encubren con cinismo la práctica cotidiana, sistemática y abusiva de esta cosmovisión en la que la ética relacional está ausente, la democracia es una caricatura y la violencia en el lenguaje -en el decir, y en lo no dicho-, así como la violencia física y emocional, los abusos sexuales, son expresiones de los crímenes y torturas de los adultos contra los niños y niñas. Crímenes que quedan en la impunidad, con la complicidad de un sistema de opresión estructurado para silenciar, encubrir, negar y burlarse, sin vergüenza, del dolor de los niños y niñas; un dolor que es real por el maltrato, la violencia, el abandono, la negligencia, la descalificación de los adultos, hacia todo aquello que es importante para los niños y niñas. La capacidad de escuchar, plena y profundamente, las necesidades legítimas de los niños, niñas y adolescentes parecería alejarse de unos adultos encerrados en sus dogmas de educación, bloqueados en su comodidad y egoísmo, ignorando su propia historia de niños maltratados y abusados, convencidos que el vínculo de confianza, seguridad y respeto, que demandan los niños y niñas, es una amenaza para su poder y privilegios de adultos. En realidad, los adultos temen el crear un vínculo relacional consistente con los niños, niñas y adolescentes, porque para hacerlo tendrían que despertarse, dejar la ceguera, elegir ver y reconocer la verdad de sus carencias, de la falta de amor, respeto y compromiso ético de sus propios padres y madres -más allá de las idealizaciones de esas supuestas figuras “perfectas”.  Como bien lo explicó Alice Miller, encubren los crímenes de los adultos, ante la inexistencia de los padres y madres que necesitaban: amorosos, respetuosos, comprensivos, empáticos, auténticos, pacientes, sinceros, congruentes, razonables, reflexivos, realizados, consistentes, que les encantaba estar con sus hijos, que no fueran crueles e injustos, que los acompañaran en su devenir, personas conscientes de sus responsabilidades éticas y su obligación de dar amor incondicional a sus hijos e hijas. Padres y madres así, no los tuvieron ni los tendrán jamás. Como ejemplo podemos decir que el trauma por el crimen de abuso sexual, no tendría por qué dañar irremediablemente; lo que daña al niño, niña o adolescente abusado es la falta de afectos en el trato familiar diarios, la falta de ternura, comprensión, respeto y confianza. La negligencia es la forma más grave y frecuente del maltrato físico, emocional, psicológico y existencial. La clave reside en los afectos, en la solidaridad, y éstos en el contexto de un trato humano real. A riesgo de ser insistentes -y lo mantendremos-, seguimos proponiendo estas preguntas urgentes de Alice Miller, que merecen una respuesta honesta y valiente, para nuestro proceso de liberación personal y relacional: A) ¿Qué me atormentó durante mi infancia? B) ¿Qué es lo que no me permitieron sentir? Cuando somos niños, los adultos tienen el poder de alimentar y aportar o minar y destruir la confianza y el respeto por nosotros mismos, según nos respeten, nos amen, nos acepten, nos valoren y nos alienten a tener respeto y confianza en nosotros mismos, o, por el contrario, no lo hagan. Todas las maneras en que el niño puede ser herido pueden resumirse en la pérdida de su ser; ésta es la herida espiritual. La persona herida no puede tener el recuerdo del placer del yo soy. Si no curamos a nuestro niño/niña herido, mal podemos modelar a nuestros hijos/hijas en el respeto por la diferencia, en el buen trato relacional. El niño, la niña, necesitan que, en la mirada del otro, haya respeto y confianza; necesitan sentir que son dignos de ser amados. Un equilibrio entre autonomía y duda. La libertad sin que se hiera el vínculo, sin que se rompa la conexión relacional. Que las figuras significativas que tienen la responsabilidad de amar, respetar, proteger y garantizar el bienestar en su vida, provean el tiempo, el cuidado, los límites saludables y una firmeza tranquilizadora. En la relación entre padres e hijos, es fundamental construir la seguridad para el niño/niña de que puede hacer lo que necesite y quiera sin temer que el vínculo pueda romperse. Que el niño sienta y sepa que es aceptado y amado incondicionalmente por su padre, por su madre. Principios y límites para encarnar la diferencia Es necesario estar conscientes que mientras no se asuma la verdad de la propia historia, hecha de grandezas y de miserias humanas, y siga la idealización de los propios padres, resultará poco menos que imposible el que los adultos puedan darse el permiso de sintonizar con el mundo, las necesidades y derechos de los niños, niñas y adolescentes.   Cuando pensamos en la relación adulto-niño nos planteamos algunas preguntas: ¿Los adultos encarnan de verdad esos principios, que pretenden que los niños, niñas y adolescentes acepten y sigan? ¿En qué principios basan su vida y relaciones los adultos? ¿Son coherentes con esos principios? ¿Sus principios están abiertos al diálogo transformador con el otro, con el diverso, a la posibilidad que ese diálogo los cambie también a ellos? ¿Qué límites respetan y hacen respetar los adultos en sus interrelaciones con sus pares como con los niños, niñas y adolescentes? ¿Son límites humanos inteligentes? ¿Permiten la posibilidad de expandir las propias capacidades, recursos, potencialidades? ¿Las decisiones abarcan todas las perspectivas, para que las personas sean escuchadas, y se involucren en el proceso? ¿Vemos a los otros como colaboradores, que enriquecen los procesos relacionales, creando nuevas formas de entendimiento? Sabemos que, si los adultos construyen una buena vida, con bienestar integral para sí mismos, los límites para los niños, niñas y adolescentes están claros. En palabras de Martín Heidegger: “El límite no es aquello donde algo cesa, el límite es aquello donde algo comienza”. En el límite, comienza la posibilidad de construcción de lo distinto, reconociendo la legitimidad del otro a ser un auténtico otro; a expresar libre y abiertamente lo que siente y piensa; a hacer escuchar su propia voz y así liberarse de los discursos opresivos; a aceptar lo diverso como condición para conversar con responsabilidad y alegría. Proponer límites a los otros, más aún si son niños, niñas y adolescentes, significa articular en el lenguaje de lo humano, rescatar la pregunta, liberar el derecho a cuestionar y plantear preguntas nuevas por porte de quienes son seres vulnerables y que necesitan de adultos que los protejan, respeten, acepten y les den afecto genuino por el solo hecho de ser, de existir, sin necesidad de que se los amaestre para que complazcan, obedezcan o demuestren algo a los adultos. Si los adultos deciden educar: se trata de educar para la libertad, la responsabilidad y la dignidad: la conciencia crítica, rebelde y lúcida de no desarrollar un espíritu subalterno, no servir a ningún poder abusivo. Se trata de enseñar a saber decir no a toda forma de explotación, opresión, enajenación, humillación y miseria … Sigue leyendo SERIE: A FAVOR DE LOS DERECHOS HUMANOS DE NIÑOS, NIÑAS Y ADOLESCENTES