Diego Tapia Figueroa, Ph.D. y Maritza Crespo Balderrama, M.A. (diciembre 2021)
“Dondequiera que mire encuentro el mandamiento de respetar a los padres y en ninguna parte un mandamiento que obligue a respetar a los hijos”.
(Alice Miller)
Alice Miller, Ph.D. (I)
- La sistematización es nuestra, de IRYSE.
La ideología educativa del terror
Según Alice Miller, psicoterapeuta crítica de las terapias -la mayoría- que domestican, dan coartadas a la crueldad e injusticia de los adultos y encubren el maltrato hacia los niños, niñas y adolescentes: los métodos para reprimir la espontaneidad vital de los niños son:
Tender trampas, mentir, aplicar la astucia, disimular, manipular, amedrentar, quitar el cariño, aislar, desconfiar, humillar, despreciar, burlarse, avergonzar y aplicar la violencia hasta la tortura. El niño maltratado sigue viviendo con quienes han sobrevivido a tal tortura, una tortura que terminó con la represión total. Viven con la oscuridad del miedo, la opresión y las amenazas.
Cuando todos sus intentos de hacer que el adulto preste atención a su historia han fracasado, el niño, niña o adolescente recurre al lenguaje de los síntomas para hacerse escuchar. Entra la adicción, la psicosis, la criminalidad.
El abuso infantil todavía está autorizado, de hecho, se tiene en alta estima, en nuestra sociedad, siempre que se defina como crianza de niños. Es un hecho trágico que los padres golpeen a sus hijos para escapar de las emociones de cómo fueron tratados por sus propios padres.
La ideología de la pedagogía opresora de los adultos
También forma parte de la “pedagogía opresora” transmitir al niño, desde un comienzo, informaciones e ideas falsas, que han ido pasando de generación en generación (habría que considerar el terror que emana de esta ideología…). Por ejemplo:
Que el sentimiento del deber engendra amor;
Que se puede acabar con el odio mediante prohibiciones;
Que los padres merecen respeto a priori, por ser padres;
Que los niños, a priori, no merecen respeto alguno;
Que la obediencia robustece;
Que un alto grado de autoestima y confianza es perjudicial;
Que una escasa autoestima conduce al altruismo;
Que la ternura es perjudicial (amor ciego);
Que atender a las necesidades del niño es malo;
Que la severidad y la frialdad constituyen una buena preparación para la vida;
Que la gratitud fingida es mejor que la ingratitud honesta;
Que la manera de ser es más importante que el ser;
Que ni los padres ni Dios sobrevivirían a una afrenta;
Que el cuerpo es algo sucio y repugnante;
Que la intensidad de los sentimientos es perjudicial;
Que los padres (y toda autoridad) son seres inocentes y libres de instintos;
Que los padres (y toda autoridad adulta) siempre tienen la razón.
Miller dice que mientras una persona no pueda enfrentarse a sus padres en un diálogo interno, expresar la rabia e indignación almacenadas en su cuerpo, reclamar sus derechos y elaborar los abusos a los que fue sometida, mientras no viva este proceso, mientras no viva su propia tragedia ni comprenda la de sus hijos e hijas (o alumnos/as), no se liberará ni disfrutará la alegría del amor espontáneo por sus propios hijos.
La crueldad infligida en la infancia engendra infelicidad, adicciones, esclavitudes; y, en casos más agudos, violencia social (delincuentes, asesinos, violadores, dictadores, torturadores, etc.). Solo un buen trato en la infancia será la garantía de una sociedad sana habitable. Si se sigue maltratando a los niños y niñas nuestra sociedad se irá degradando cada vez más. Tenemos el deber ético, profundamente humano, de cambiar eso.
Decir la verdad sobre las propias injusticias sufridas en la infancia, a manos de quienes tenían la responsabilidad y obligación de amarnos, protegernos, respetarnos, aceptarnos por el solo hecho de ser nosotros sin tener que hacer ni demostrar nada, de quienes tenían la responsabilidad ética de crear las condiciones para nuestra felicidad. Verbalizar libremente esta verdad, sin idealizaciones ni coartadas que eternizan el maltrato y el dolor, es la única posibilidad de libertad real. La posibilidad de construcción de una vida propia, plena y adulta es decir la verdad. La idea de que nuestros padres y madres se van a morir si escuchan el daño que nos causaron (el cual no merecíamos, que no tenían derecho de provocarlo, que no quisieron ni supieron prevenir) es una idea falsa. Las personas, incluidos padres y madres, no se mueren por escuchar la verdad. La idea de que ya están mayores y de que para qué hacerles sufrir con nuestro sufrimiento es también falsa.
La prohibición a niños, niñas y adolescentes
Los peores malos tratos recibidos por papá y mamá permanecen ocultos gracias a la fuerte tendencia idealizadora del niño. El adulto debe superar la ilusión, reconocer y hacer el trabajo del duelo acerca de sus padres reales.
Unos padres como los que le hubieran hecho falta en su momento: respetuosos, empáticos y abiertos, comprensivos y comprensibles, disponibles y utilizables, transparentes, claros, flexibles, sin contradicciones incomprensibles, sin los angustiantes secretos; ser consciente de que padres así no los ha tenido nunca -ni los tendrá jamás-.
El acceso a nuestro verdadero YO sólo nos es posible si ya no hace falta temer el mundo afectivo de nuestra infancia. Cuando éste haya sido vivido ya no nos resultará extraño ni amenazador.
Nos será conocido y familiar, y ya no tendrá que continuar oculto tras los muros de la cárcel de la ilusión. Sabremos entonces quién y qué nos “encerró”, y precisamente este saber nos liberará también, por fin, de antiguos dolores.
La máxima crueldad que puede infligirse a un niño es, sin duda, negarle la posibilidad de articular su ira y su dolor sin exponerse a perder el amor y la protección de los padres.
No es el sufrimiento causado por las frustraciones lo que produce las enfermedades psíquicas, sino la prohibición de vivir y articular dicho sufrimiento, aquel dolor ante las frustraciones padecidas… esta prohibición proviene de los padres; al niño no le está permitido hacer ningún reproche a sus dioses: los padres y los educadores.
Dondequiera que mire encuentro el mandamiento de respetar a los padres y en ninguna parte un mandamiento que obligue a respetar a los hijos. El mandamiento de abstenernos de culpar – responsabilizar a nuestros padres, profundamente impresos en nosotros por nuestra cultura y educación, cumple hábilmente la función de ocultar verdades esenciales de nosotros.
Educación para matar almas
Todos los consejos impartidos para educar a los niños revelan con menor o mayor claridad numerosas necesidades del adulto, de muy distinto orden, cuya satisfacción no sólo es desfavorable al crecimiento vital y espontáneo del niño, sino que más bien se lo impide. Entre estas necesidades se cuentan:
- primero, la necesidad inconsciente de transmitir a otros las humillaciones padecidas antes por uno mismo;
- segundo, la de encontrar una válvula de escape para los sentimientos reprimidos;
- tercero, la de poseer un objeto vivo disponible y manipulable;
- cuarto, la defensa propia, es decir, la necesidad de mantener la idealización de la propia infancia y de los padres, intentando corroborar la rectitud de los principios pedagógicos paternos a través de los que uno mismo aplique;
- quinto, el miedo a la libertad;
- sexto, el miedo al retorno de lo reprimido, que uno vuelve a encontrar en el propio hijo y debe combatirlo allí tras haberlo matado en uno mismo,
- y, finalmente, séptimo, la venganza por los sufrimientos padecidos.
Como toda educación contiene al menos uno de los motivos aquí mencionados, a lo sumo será adecuada para hacer del educando un buen educador. Nunca podrá ayudarlo, sin embargo, a conquistar su espontaneidad vital.
Educar a un niño supone enseñarle a educar. Si se “sermonea” a un niño, aprenderá a sermonear; si se lo alecciona, aprenderá a aleccionar; si se lo insulta, aprenderá a insultar; si se lo ridiculiza, aprenderá a ridiculizar; si se lo humilla, aprenderá a humillar; si se le mata el alma, aprenderá a matar almas.
A lo largo de nuestra vida nos daremos -y aceptaremos- el mismo trato que recibimos cuando éramos niños-niñas
Y los padecimientos más dolorosos son, a menudo, aquellos que nos infligimos a nosotros mismos. Nunca más podremos escapar al torturador que hay en nuestro propio YO, y que a menudo se disfraza de educador bienintencionado/a.
¿Cómo sería el mundo si los niños crecieran sin sufrir humillaciones, si sus padres (y docentes) les respetaran y les tomaran en serio como a cualquier ser humano?
Esto no significa, sin embargo, que el niño pueda crecer sin ningún tipo de tutela. Lo que necesita para desarrollarse es respeto por parte de quienes cuidan de él, respeto por sus derechos, aceptación y tolerancia hacia sus sentimientos, sensibilidad para entender sus carencias y humillaciones, y autenticidad por parte de sus padres (y docentes), cuya propia libertad -y no consideraciones de orden pedagógico- es la que pone fronteras naturales y límites sanos y humanos al niño.
Para dejar la ceguera y elegir ver
Contrariamente a lo que suele creerse, las injusticias, humillaciones, malos tratos y violencias de que ha sido víctima un ser humano no se pierden, sino que traen consecuencias. La tragedia es que la repercusión de los malos tratos afecta a nuevas víctimas inocentes, aunque ellas mismas no recuerden luego esos tratos a nivel consciente.
Las desastrosas consecuencias de esta cultura de maltrato con los niños, niñas y adolescentes inciden inevitablemente en la sociedad. Los puntos fundamentales para dejar la ceguera y elegir ver son:
Cualquier niño viene al mundo para crecer, desarrollarse, vivir, amar y expresar sus sentimientos y necesidades.
Para desarrollarse, el niño necesita la ayuda de adultos que, conscientes de sus necesidades, lo protejan, lo respeten, lo tomen en serio, lo amen, lo acepten y le ayuden a orientarse.
Cuando se frustran las necesidades vitales del niño, cuando el adulto abusa de él por motivos egoístas, le pega, lo castiga, lo maltrata, manipula, desatiende o engaña sin la interferencia de un testigo, entonces la integridad del niño sufrirá un daño irreparable.
La reacción normal a una agresión debería ser de enfado y dolor. Sin embargo, en un entorno perjudicial, al niño se le prohíbe enojarse y, en su soledad, el dolor le resultaría insoportable. El niño debe entonces ocultar sus sentimientos, reprimir el recuerdo del trauma e idealizar a su agresor. Más adelante, no sabe lo que le ha pasado.
Desconectados de su matriz original, los sentimientos de enfado, impotencia, confusión, añoranza, aflicción, terror y dolor, conducen a acciones destructivas contra otros (comportamiento criminal o asesinatos masivos) o contra uno mismo (adicción a drogas, prostitución, desórdenes psíquicos y suicidio).
Un niño que haya sido maltratado no se convertirá en criminal ni en alguien sintomático si, por lo menos una vez en la vida, encuentra a una persona que comprenda que no es el niño maltratado e impotente el que está enfermo, sino su entorno abusivo y violento. Hasta tal punto el conocimiento o la ignorancia de la sociedad (parientes, asistentes sociales, terapeutas, profesores, doctores, psiquiatras, funcionarios, enfermeras) pueden cuidar o destrozar una vida.
Hasta ahora la sociedad ha protegido al adulto y culpado a la víctima. Ha contribuido a ello nuestra ceguera ante teorías que se amoldan a los patrones educacionales de nuestros bisabuelos, en las que los niños eran criaturas dominadas por la maldad y los impulsos destructivos, inventaban falsas e imaginativas historias y ofendían o deseaban sexualmente a sus inocentes padres. En realidad, cada niño tiende a sentirse culpable y responsable de la crueldad de sus padres debido a su constante amor por ellos.
Gracias a la utilización de medios terapéuticos honestos, ahora somos capaces de verificar que las traumática y reprimidas experiencias de la niñez se almacenan y afectan durante toda la vida. Además, en estos últimos años las mediciones electrónicas de la vida intrauterina y del recién nacido, revelan que el niño, desde el principio, siente y aprende tanto la crueldad como la ternura.
La luz de este nuevo conocimiento revela la razón lógica de todo comportamiento absurdo, desde el instante en que las experiencias traumáticas de la niñez emergen de la oscuridad.
El aumento de nuestra sensibilidad hacia la normalmente negada crueldad con los niños y los efectos de este aumento, acabarán con la violencia transmitida de generación en generación.
Solo el luto por lo que uno ha perdido en el momento crucial puede llevar a una verdadera sanación.
Las personas cuya integridad no ha sido dañada en su infancia y que han recibido de sus padres protección, respeto y sinceridad, serán jóvenes, y más tarde adultos, inteligentes, sensibles, fuertes y perceptivos. Sentirán alegría de vivir y no necesitarán dañar a otros o a sí mismos, ni cometer crímenes en sus relaciones.
Utilizarán su fuerza para protegerse, pero no para atacar a los demás. No podrán más que respetar y proteger a los más débiles y por tanto a sus propios hijos, pues es exactamente lo que han experimentado, y porque vivenciaron ese conocimiento en lugar de la crueldad.
Simpatía – empatía – conexión
¿Por qué los padres, adultos y docentes se portan de forma tan poco empática? Todas las exhortaciones al amor, la solidaridad y la compasión resultarán inútiles si falta este importantísimo prerrequisito de la simpatía y de la comprensión humanas.
Sin conexión-empatía no hay cambio ni crecimiento. Todo niño necesita como compañía un ser humano empático y no dominante.
Quien es capaz de empatizar y conectarse no tiene necesidad de reprimir la verdad. Sin una apertura total hacia lo que el otro nos dice es casi imposible hablar de auténtica entrega.
Tenemos que escuchar lo que el niño quiere decirnos para poder entenderlo, acompañarlo y amarlo.
Por otro lado, el niño necesita un espacio libre para poder articular convenientemente su mensaje.
El aprendizaje es el resultado del acto de escuchar, que a su vez nos lleva a escuchar mejor todavía y a interesarnos más a fondo por el otro.
Para aprender algo del niño necesitamos simpatía-empatía, y la empatía aumenta con el aprendizaje. Practicar la empatía: ponerse en el lugar del niño. No minimizar ni subestimar sus sentimientos.
El niño necesita la compañía espiritual y corporal del adulto; una compañía que garantice: respeto por el niño; respeto por sus derechos; aceptación y tolerancia con sus sentimientos; estar dispuestos a que su comportamiento nos transforme.
Si una madre se respeta tanto a sí misma como a su hijo desde su primer día en adelante, nunca necesitará enseñarle respeto por los demás.
Aun no sabemos, sobre todo, cómo sería el mundo si los niños crecieran sin ser sometidos a la humillación, si los padres los respetaran y los tomaran en serio como personas.
La falta de respeto es el arma de los débiles.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
Miller, Alice, El drama del niño dotado y la búsqueda del verdadero yo (2008). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Miller, Alice, Por tu propio bien: raíces de la violencia en la educación del niño (2009). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Miller, Alice, La llave perdida (2002). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Miller, Alice, El saber proscrito (2009). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Miller, Alice, La madurez de Eva (2002). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Miller, Alice, El cuerpo nunca miente (2007). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Miller, Alice, Salvar tu vida (2009). Tusquets Editores, Barcelona, España.
Tapia Figueroa, Diego, Tesis (2018) para el Ph.D. con la Universidad Libre de Bruselas (VUB) y el TAOS INSTITUTE.
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