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SERIE: A FAVOR DE LOS DERECHOS HUMANOS DE NIÑOS, NIÑAS Y ADOLESCENTES

Diego Tapia Figueroa, Ph.D. y Maritza Crespo Balderrama, M.A. (diciembre 2021)

“Es preciso que nos desprendamos de los padres idealizados, que tenemos interiorizados y que continúan destruyéndonos; sólo así tendremos ganas de vivir y aprenderemos a respetarnos”.

(Alice Miller)

Alice Miller, Ph. D. (II)

Alice Miller (Piotrków Trybunalski, Polonia, 12 de enero de 1923 – Saint-Rémy-de-Provence, Francia, 14 de abril de 2010). Obtuvo su doctorado en filosofía, psicología y sociología en 1953 en Basilea-Suiza.
  • La sistematización es nuestra, de IRYSE.

Proceso de desvelamiento

Alice Miller, propone estas preguntas liberadoras:

1) ¿Qué me atormentó durante mi infancia?

2) ¿Qué es lo que no me permitieron sentir?

Es preciso que nos desprendamos de los padres idealizados, que tenemos interiorizados y que continúan destruyéndonos; sólo así tendremos ganas de vivir y aprenderemos a respetarnos. Que nos liberemos de esos padres y madres idealizados, que en realidad fueron y son crueles e injustos y que continúan hablando abusivamente, a lo largo de nuestra vida y en todos nuestros contextos relacionales, que hablan dentro de nosotros, por nosotros, como si fuera nuestra voz; y, es la voz de su crueldad, violencia y abuso que nos esclaviza.

Cuanto más idealizamos el pasado y nos negamos a reconocer los sufrimientos causados por nuestro padre, por nuestra madre, por los adultos con los que crecimos, cuando más idealizamos -más el encubrimiento social- los malos tratos de nuestra infancia, más los pasamos y heredamos a la siguiente generación.

Los adultos se niegan a prestar atención a los sentimientos de sus hijos porque han tenido que olvidar sus propios sufrimientos. Cuanto más hayan sufrido, más se negarán a identificarse con el malestar de la situación de vulnerabilidad y no querrán ponerse en contacto con el dolor. Negando su propio dolor, niegan el del niño, niña y adolescente. Repiten compulsivamente los comportamientos abusivos como para demostrarse que no obran mal. Mientras un padre o una madre no esté dispuesto/a a cuestionar a sus propios padres, no querrá recordar lo que ha vivido. Hay personas que no conocen sus verdaderas necesidades porque no han tenido derecho a tenerlas. Nunca les han dicho “NO” a su madre o a su padre. No saben muy bien quiénes son o si tienen derecho a ser distintos.

Hoy en día ya no está bien visto pegar a la esposa, tener esclavos o pegar a los criminales en la cárcel. Lo único que todavía se permite es el pegar a un niño indefenso, inclusive a un bebé y llamar a esto disciplina. Es tiempo de rechazar esta tradición absurda, cruel, inmoral y peligrosa e informar a los niños y niñas lo más posible acerca de sus derechos.

En el corto plazo, el castigo corporal puede producir obediencia. Pero es un hecho documentado por investigaciones que a largo plazo los resultados son la incapacidad de aprender, la violencia y la ira, el bullying, la crueldad, la incapacidad de sentir el dolor de los demás, especialmente el de los propios hijos, incluso la adicción a las drogas y el suicidio, a menos que haya seres excepcionales o al menos que podamos contar con los testigos a favor de los niños vulnerados para prevenir ese sufrimiento reprimido.

La razón por la que los padres maltratan a sus hijos tiene menos que ver con el carácter y el temperamento que con el hecho de que fueron maltratados cruel e injustamente por sus propios padres y no se les permitió defenderse.

En última instancia, el cuerpo se rebelará. Incluso si puede ser pacificado temporalmente con la ayuda de drogas, cigarrillos o medicamentos, generalmente tiene la última palabra; porque es más rápido ver a través del autoengaño que de forma consciente. Podemos ignorar o ridiculizar los mensajes del cuerpo, pero su rebelión exige ser atendida porque su lenguaje es la expresión auténtica de nuestro verdadero ser y de la fuerza de nuestra vitalidad.

Un niño, desde que nace, necesita el amor de sus padres, es decir, necesita que éstos le den su afecto, su respeto, su aceptación, su atención, su protección, su cariño, sus cuidados y su disposición a comunicarse con él, a conectarse con él, desde ese amor y ese respeto, esa aceptación incondicional.

Por otra parte, cuanto menos amor haya recibido el niño, cuanto más se le haya negado y maltratado con el pretexto de la educación, más dependerá, cuando sea adulto, de sus padres o de figuras sustitutivas, de quienes esperará todo aquello que sus progenitores no le dieron de pequeño. Mendigarán amor a sus parejas de turno y las tiranizarán victimizándose o abusándolas.

Un trauma no reconocido es como una herida que nunca se cura y puede volver a sangrar en cualquier momento. El dolor de no experimentar sentimientos. Un niño puede experimentar sus sentimientos solo cuando hay alguien allí que la acepta plenamente, la entiende y la apoya. Si esa persona falta, si el niño debe arriesgarse a perder el amor de la madre o del padre por su sustituto para sentir, entonces reprimirá las emociones.

Paisaje en la niebla, 1830, de Joseph Mallord William Turner.

¿Tenemos derecho a traer un niño al mundo y olvidar nuestra responsabilidad de amarlo, respetarlo, aceptarlo, comprenderlo, protegerlo? Un niño no es un juguete, ni un gatito, ni un lacayo, sino un puñado de necesidades humanas que necesita mucha dedicación para poder desarrollar sus potencialidades. Si no se está dispuesto/a a brindarle esa dedicación, no hay que traerlo al mundo.

No es cierto que el mal, la destructividad y la crueldad formen parte inevitablemente de la existencia humana, sin importar con qué frecuencia se mantenga esto. Pero es cierto que diariamente estamos produciendo más maldad y, con ello, un océano de sufrimiento para millones de personas que es absolutamente evitable. Cuando un día se elimine la ignorancia que surge de la represión infantil y se despierte la humanidad, se puede poner fin a esta producción del mal.

Muchas personas sufren toda la vida por este sentimiento opresivo de culpa, la sensación de no haber estado a la altura de las expectativas de sus padres. Este sentimiento es más fuerte que cualquier percepción intelectual que puedan tener, que no es tarea, responsabilidad o deber de un niño satisfacer las necesidades de sus padres. Ningún argumento puede superar estos sentimientos de culpa, ya que tienen sus inicios en los primeros períodos de la vida, y de ahí derivan su intensidad y obstinación.

Hasta ahora, la sociedad ha protegido al adulto y ha culpado a la víctima. Los adultos han sido incitados a su ceguera por teorías, aun en consonancia con los principios pedagógicos de nuestros bisabuelos, según los cuales los niños son vistos como criaturas astutas, manipuladoras, dominadas por impulsos malvados, que inventan historias sobre los abusos perpetrados por los adultos y atacan a sus padres inocentes o los desean sexualmente. En realidad, los niños y niñas tienden a culparse a sí mismos por la crueldad de sus padres y absolver a los padres de toda responsabilidad, a quienes invariablemente aman.

Mucha gente sufre todas sus vidas por este opresivo sentimiento de culpa, el sentimiento de no haber vivido a la altura de las expectativas de sus padres, ningún argumento puede superar estos sentimientos de culpa, pues estos tienen sus inicios en los períodos más tempranos de la vida, y es de este hecho del que derivan su intensidad. La culpa tiraniza imponiendo su obligación de perfeccionismo y se convierte en odio hacia uno mismo.

Mientras no se desculpabilicen de culpas y responsabilidades, que no son suyas, sino de sus padres, madres y adultos con los que han vivido, esos niños y niñas, están condenados a vivir bajo la tiranía opresiva de una historia que les impide conectarse con su propia humanidad, y dar un sentido nuevo a su existencia; irán rotos por la vida, por mantenerse leales, a través de la culpa, a la idealización de sus padres. Los sentimientos de culpa inculcados en nuestras mentes desde nuestros más tiernos años refuerzan nuestra represión, silenciando nuestra voz, robándonos la confianza en la vida. La culpa y el miedo instalados en nuestros cuerpos por los maltratos crueles e injustos sufridos en nuestra niñez a manos de los torturadores que nos “educaban” y a quienes debíamos amar y obedecer, nos han encerrado en una prisión que perpetuamos al no devolverles la responsabilidad que tuvieron en esos crímenes, que no tenían ningún derecho o justificación de cometerlos.}

Paz – Entierro en el mar, 1842, de Joseph Mallord William Turner.

Las primeras experiencias emocionales dejan huella en el cuerpo

No significa que tengamos que pagar con la misma moneda a nuestros padres, ya ancianos, y tratarlos con crueldad, sino que debemos verlos como eran, tal como nos trataron cuando éramos pequeños, sin idealizarlos ni mentirnos, para liberarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos de ese modelo de conducta.

Los niños son como esponjas: todo lo absorben. Construimos nuestros hábitos emocionales en función de las emociones aceptadas o prohibidas por los padres.

Cuando todos sus intentos de hacer que el adulto preste atención a su historia han fracasado, el niño, niña o adolescente recurre al lenguaje de los síntomas para hacerse escuchar. Entra la adicción, la psicosis, la criminalidad.

Las religiones con sus mentiras tienen mucha influencia sobre nuestra forma de pensar y pueden empujarnos al autoengaño de muchas y diferentes maneras. Pero no tienen ninguna influencia sobre nuestro cuerpo, que conoce con exactitud nuestras emociones más intensas e insiste en que sean respetadas.

Para mí abuso significa que una persona utilice a otra para todo cuanto quiere de ella y de la manera que más le conviene. Le exige todo sin pedirle su consentimiento, sin respetar su voluntad, sus necesidades o sus intereses.

Algunas técnicas de muchas terapias dejan a la persona completamente sola con ese sentimiento de dolor que no es capaz de resolver. Y así, estas personas que en la infancia fueron víctimas de abuso y maltrato, siguen siéndolo en la terapia. Intentan “ayudarse” a sí mismos tomando drogas, acudiendo a sectas o a gurús, dependiendo de los expertos o buscando otras formas de negar la realidad y erradicar el dolor.

Dado que ellos también tuvieron que perdonar en su día, a los padres les parece natural que sus hijos se lo perdonen igualmente todo. Los padres consideran eso un derecho suyo, y los hijos se sienten culpables, malos, abyectos cuando por la noche se van a la cama con resentimiento contra los padres. Dado que en las anteriores generaciones casi todo el mundo ha pasado por esas experiencias fundamentales, es comprensible que los terapeutas, en todo el mundo, exijan con gran énfasis que se perdone a los padres. 

Cuando nos hacemos padres, utilizamos a menudo a nuestros propios hijos como víctimas propiciatorias: persecución, por otra parte, totalmente legitimada por la sociedad, gozando incluso de un cierto prestigio desde el momento en que se engalana con el título de educación. El drama es que el padre o la madre maltratan a su hijo para no sentir lo que les hicieron a ellos sus propios padres. Así se asienta la raíz de la futura violencia.

No es cierto que todos llevemos dentro la “bestia”, como afirman algunos expertos en psicología. Solamente las personas que han recibido un trato perverso, pero niegan este hecho, buscarán chivos expiatorios sobre los que puedan descargar inconscientemente esta rabia.

Tenemos que comprobar que ser conscientes de la verdad no nos va a matar, sino que es probable que nos proporcione un gran alivio. Si decide no tomar pastillas para el dolor de cabeza, y en lugar de eso, trata de averiguar cuándo tienen lugar estos dolores, qué ha sucedido justo antes, quizás tenga suerte y comprenda por qué el cuerpo utiliza el dolor de cabeza como su lenguaje silencioso.

Los niños, naturalmente, son incapaces de soportar el dolor de verse convertidos en víctimas ni de comprender que se está cometiendo un delito contra ellos. Pero cuando son adultos pueden aprender a identificarse con el niño herido y, al hacerse conscientes, se pueden liberar a sí mismos (y al mundo) de la “bestia” que llevan dentro.

Las primeras experiencias emocionales dejan huella en el cuerpo, se codifican como un tipo determinado de información y, al llegar la edad adulta, influyen en nuestra forma de pensar, sentir y actuar, aunque sea inconscientemente. Nuestro cuerpo contiene una memoria completa de todas y cada una de nuestras experiencias infantiles.

Pescadores en el mar, 1796, de Joseph Mallord William Turner.

Proceso para acompañar, descubrir, sanar y liberarse

La burla, la desatención, las cachetadas, el abuso físico… En mayor o menor medida, todos hemos sido víctimas de la violencia de los adultos cuando éramos niños.

Encontrar a alguien que nos escuche con respeto y comprensión, con simpatía y empatía y admitir que sufrimos ese maltrato sin sentirnos culpables permite sanar nuestra infancia y nuestro presente y evitar que se repita la historia.

  • Acompañarlos en el proceso

No podemos resolver los efectos del maltrato en terapias que eluden los hechos y se limitan al análisis de las realidades psíquicas. Pero podemos liberarnos de las consecuencias si estamos preparados para afrontar emocionalmente la verdad de nuestra infancia, renunciar a la negación de nuestro sufrimiento y desarrollar simpatía-empatía con el niño que fuimos y entender así las razones de nuestros miedos.

De esa manera, nos liberamos de los miedos y los sentimientos de culpa con los que cargamos desde la más tierna infancia. Gracias al conocimiento de nuestra historia y nuestros sentimientos, llegamos a conocer a las personas que somos y aprendemos a darnos lo que vitalmente necesitamos, pero nunca recibimos de nuestros padres: amor, respeto, aceptación. Éste es el gran objetivo de la terapia de desvelamiento: las heridas pueden cicatrizar si se les presta atención y se las toma en serio, pero es preciso no negar la existencia de las cicatrices.

Un niño al que se le ha pegado anticipa el castigo por cualquier expresión de descontento o de malestar. Esta ansiedad puede permanecer inconsciente (porque sus causas nunca fueron desveladas y procesadas con palabras y escuchando al propio cuerpo), pero operar de modo muy efectivo acompañando a los individuos durante toda la vida y determinando todo su comportamiento.

  • La terapia que funciona

Digo que una terapia “desvela” cuando ayuda a los sujetos –con la colaboración de los sentimientos de la vigilia y los sueños– a conocer su dolorosa historia infantil reprimida para que no vuelvan a temer los peligros que les acechaban de verdad durante la infancia y que ahora ya no representan una amenaza. Entonces se acaba para las personas que vienen a terapia la necesidad de temer y repetir inconscientemente lo que les ocurrió en su más tierna infancia, porque ahora conocen la realidad de aquella edad y pueden reaccionar a ella con rabia y con tristeza en presencia del terapeuta como su testigo a favor. Dejan de despreciarse, dejan de acusarse y hacerse daño mediante todo tipo de adicciones, porque son capaces de desarrollar simpatía-empatía con el niño que sufrió gravemente a causa de la conducta de sus padres. Si más tarde en la vida de estos adultos se presentan peligros, estarán mejor preparados para afrontarlos porque comprenderán mejor sus antiguos miedos.

Esta manera de proceder se diferencia de otras formas de tratamiento terapéutico que implican practicar una nueva conducta o mejorar el bienestar personal (mediante yoga, meditación, pensamiento positivo, sugestiones místicas). En estos casos, se deja de lado el drama de la infancia.

A mi juicio, el miedo a este problema se remonta al miedo de los niños que han sido castigados, al miedo al próximo golpe, si es que se atreven a reconocer la crueldad de sus padres. Y este miedo es tan dominante que mucha gente ha tenido que criarse soportando castigos (psicológicos, pero sobre todo físicos, que aún se consideran inocuos y necesarios) sin posibilidad de defenderse.

La quema de las Casas de los Lores y los Comunes, 16 octubre de 1834, de J. Turner.
  • Descubrir la verdad

Esto también puede verse en el psicoanálisis, que hasta hoy elude los abusos sufridos en la infancia, cierra los ojos ante ellos. Sus teorías se construyeron sobre la base de este miedo a los padres. Por eso, tanto los pacientes como los analistas permanecen, a veces durante décadas, atrapados en un laberinto de ideas y tienen sentimientos de culpa por haber hecho supuestamente tan difícil a sus padres comprender al niño “problemático” que fueron. A menudo no saben, y tal vez nunca lo descubran, que fueron niños severamente maltratados.

Que un terapeuta distinto haga posible este conocimiento depende de qué sepa de su propia infancia, de que enfrente su verdad con verdad.

  • Luz sobre el maltrato – qué se considera maltrato

Las humillaciones, palmadas en el culo, golpes, bofetadas, traiciones, abusos sexuales, mofas, burlas, desatenciones, negligencias… todas son formas de maltrato, porque dañan la integridad y dignidad de un niño, aunque sus consecuencias no sean visibles inmediatamente. Como adultos, la mayoría de los niños maltratados sufrirán (y permitirán que otros sufran) por estos daños criminales.

  • Cómo afecta al cerebro

Casi todos los niños reciben alguna cachetada durante sus tres primeros años de vida, cuando empiezan a caminar y a tocar objetos que no pueden ser tocados. Esto sucede precisamente en un período en que el cerebro humano construye su estructura y, por lo tanto, debería interiorizar amabilidad, sinceridad y amor, pero en ningún caso crueldad, irrespeto y engaño.

  • Un círculo vicioso

Los niños maltratados asimilan muy rápidamente la violencia que soportaron, y pueden incluso idealizarla y aplicarla después en su función de padres al creer que merecían esos castigos y que fueron golpeados por amor, “por su propio bien”. No saben que la única razón para el maltrato que tuvieron que soportar es que sus propios padres recibieron y aprendieron la violencia sin ser capaces de cuestionarla. Más adelante, los adultos que fueron niños maltratados expresan violencia sobre sus hijos y sienten gratitud -y la pregonan, encubriendo esos crímenes- hacia unos padres que los maltrataron cuando eran pequeños e indefensos.

  • Protegerse mediante el olvido

Esta inversión de papeles, idolatrar al maltratador y culpar a la víctima, se ve reforzada por un mecanismo de defensa característico: el olvido. El niño que crece en un entorno abusivo tiene prohibido expresarse a sí mismo y expresar su rabia. Como soportar ese dolor a solas es demasiado duro para él, se ve forzado a olvidar sus sentimientos, a reprimir los recuerdos traumáticos y a idealizar a quienes son realmente los autores de esos abusos. Aprenden a no recordar como medida de defensa.

  • Se almacena en el cuerpo

Las experiencias traumáticas que se reprimen encuentran su forma de expresión en el cuerpo. De forma inconsciente, la tensión se acumula y tarde o temprano sale a la luz en forma de angustia, ansiedad y de enfermedades psicosomáticas. El cuerpo del adulto puede manifestar ese episodio de violencia que sufrió de niño y que no ha sido capaz de expresar de manera consciente porque no se atreve a acusar a sus padres. Ese adulto maltratado prefiere enfermarse, vivir con síntomas y morir antes que dar y devolver la responsabilidad a sus verdugos: sus padres.

  • Encontrar ayuda

Para superar esta situación, el adulto que fue un niño maltratado debe contar con la escucha comprensiva-empática de una persona que le ayude a tomar conciencia de lo que su cuerpo ya sabe. Una persona que ya haya tenido éxito en recorrer ese camino por sí misma porque ya tuvo la oportunidad de encontrarse con alguien que le ayudara (ese es el testigo a favor, que todos necesitamos encontrar alguna vez en la vida). La persona maltratada e irrespetada tiene que saber que son los demás los que fallaron y no ella.

Aníbal y su ejército cruzan los Alpes, 1812, de Joseph Mallord William Turner.
  • Un cambio social

El hecho de que socialmente todavía sea tolerado y justificado el castigo infantil y la violencia contra los niños, aunque sea en forma de “cachetadas disciplinarias” de descalificaciones, gritos, humillaciones y bajo la excusa de que es “por su bien”, no hace más que perpetuar la rueda de la violencia generación tras generación. El día en que admitamos que cualquier forma de violencia es inaceptable y la sociedad deje de amparar y encubrir a los adultos frente a los niños, se habrá abierto un camino hacia la paz.

Aferrarse acríticamente a las ideas y creencias tradicionales a menudo sirve para ocultar o negar hechos reales de nuestra historia de vida.

De hecho, los padres son capaces de torturar rutinariamente a sus hijos sin que nadie interceda. Todos permanecen como cómplices de estos crímenes.

La sociedad decide ignorar el maltrato, el irrespeto a los niños, niñas y adolescentes, juzgando que es completamente normal porque es un lugar tan común.

El logro de la libertad es difícilmente posible sin el luto sentido. Esta capacidad para llorar, es decir, para renunciar a la ilusión de una infancia feliz, puede restaurar la vitalidad y la creatividad si una persona es capaz de experimentar que nunca fue amada de niño por lo que fue, sino por sus logros, éxito y obediencia. “Cualidades” por las que sacrificó su infancia por este amor, esto lo sacudirá profundamente.

¿Por qué ponemos tal empeño en buscar el mal «innato» en los genes? Por la sencilla razón de que la mayoría de nosotros sufrimos maltrato siendo niños y tememos que aflore el dolor reprimido por las humillaciones padecidas entonces. Como al mismo tiempo que nos maltrataban nos hacían llegar el mensaje de que todo sucedía por nuestro bien, aprendimos a reprimir el dolor, pero el recuerdo de las humillaciones permaneció almacenado en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo. Como amábamos a nuestros padres, los creímos cuando nos decían que los irrespetos, abusos, las palizas eran por nuestro bien. La mayoría lo sigue creyendo hoy en día y afirman que los niños no pueden ser educados sin un buen “chirlazo”, es decir, sin humillaciones. Y así permanecen en el círculo vicioso de la violencia y de la negación del desprecio vivido y experimentan de esta forma la necesidad de vengarse, de resarcirse, de castigar. Los sentimientos de odio reprimidos en la infancia se convierten, con la edad, en culpa que enferma, en un odio asesino, que los grupos religiosos y los xenófobos disfrazan de ideología.

Carta a una víctima de malos tratos en la infancia:

“Si le hace bien escribir, intente establecer un diálogo con esa niña pequeña que usted fue y pregúntele cómo se sentía cuando le daban una bofetada, cuando la irrespetaron. ¿Puede recordar todavía por qué la «disciplinaban» de esa manera? […] Usted puede escribirle a la pequeña niña que un día fue porque ahora puede ser para ella el testigo con conocimiento (testigo a favor) que tanto ha echado de menos. Cuéntele todo cuanto recuerde, confiésele lo terrible que era y pregúntele cómo se sentía cuando tenía que pedir perdón después de que la azotaran y maltrataran. Revele en este diálogo toda la brutalidad, experimente toda la rabia y permítase reaccionar con espanto a la falta de humanidad, a la crueldad e injusticia de sus padres. Puede ser que sus síntomas se agudicen durante esta fase de emotividad, pero con el tiempo lo más probable es que desaparezcan tan pronto como usted sea capaz de expresar verbalmente su indignación y mantenga la comunicación y conexión con esa niña pequeña. Si ella puede comunicarse con usted, ya no necesitará expresarse a través de síntomas corporales, podrá utilizar las palabras que sólo escuchará usted, porque ahora quiere oírlas y está abierta a ello. […] Creo que, a través de este diálogo, tal vez, podría conseguir encontrarse con sus propios sentimientos. Y lo creo porque usted expone con mucha claridad que eso es precisamente lo que desea”.

El Temerario, 1839, de Joseph Mallord William Turner.

Necesito comprenderme, respetarme y aceptarme a mí misma 

Los niños maltratados están solos con su sufrimiento, no solo dentro de la familia, sino también dentro de ellos mismos. No pueden crear un lugar en su propio espíritu donde pueda gritar su corazón vulnerado.

Muchas personas sufren toda la vida por este sentimiento opresivo de culpa, la sensación de no haber estado a la altura de las expectativas de sus padres. Este sentimiento es más fuerte que cualquier percepción intelectual que puedan tener, que no es tarea o deber de un niño satisfacer las necesidades de sus padres. Ningún argumento puede superar estos sentimientos de culpa, ya que tienen sus inicios en los primeros períodos de la vida, y de ahí derivan su intensidad y obstinación.

Es precisamente porque los sentimientos de un niño son tan fuertes que no pueden reprimirse sin consecuencias graves. Cuanto más fuerte oprimen a un prisionero, más gruesos deben ser los muros de la prisión, que niegan o impiden completamente el crecimiento emocional posterior.

Todo niño tiene una necesidad humana legítima de ser notado, comprendido, tomado en serio y respetado por su madre, por su padre… El niño tiene una necesidad primaria de ser considerado y respetado como la persona que realmente es en un momento dado, y como el centro, el actor central, en su propia actividad, en su propia vida.

El verdadero opuesto a la depresión no es la alegría o la ausencia de dolor, sino la vitalidad: la libertad de experimentar sentimientos espontáneos.

La libre expresión de resentimiento y odio contra los padres representa una gran oportunidad. Proporciona acceso al verdadero yo, reactiva los sentimientos entumecidos, abre el camino para el duelo y, con suerte, la reconciliación.

Casi en todas partes encontramos el uso de varias medidas coercitivas, para deshacernos lo más rápidamente posible del niño herido dentro de nosotros, es decir, la criatura débil, indefensa y dependiente, para convertirnos en un adulto independiente y competente que merece respeto. Cuando volvemos a encontrarnos con esta criatura en nuestros hijos, la perseguimos con las mismas medidas que una vez usamos en contra de nosotros mismos.

Todavía no somos conscientes de lo dañino que es tratar a los niños de manera degradante. Tratarlos con respeto y reconocer las consecuencias de su humillación no es en modo alguno una cuestión intelectual; de lo contrario, su importancia habría sido reconocida en general desde hace mucho tiempo.

Es poco probable que alguien pueda proclamar «verdades» que sean contrarias a las leyes físicas durante mucho tiempo (por ejemplo, que es saludable que los niños corran en trajes de baño en invierno y en abrigos de piel en verano) sin que parezcan ridículos. Pero es perfectamente normal en esta cultura hablar de la necesidad de golpear y humillar a los niños y robarles su autonomía, al mismo tiempo que usan palabras que son coartadas como: corregir, educar y guiar por el camino correcto.

Si no trabajamos en los tres niveles (cuerpo, sentimiento, mente), los síntomas de nuestra angustia seguirán regresando, a medida que el cuerpo repita la historia almacenada en sus células hasta que finalmente se escuche y se comprenda.

El amor no se gana negándose a uno mismo ni haciendo grandes cosas. Los padres se lo brindan al recién nacido o no se lo brindan. Y yo me vi por fin forzada a reconocer que de pequeña no me habían hecho ese regalo. Hasta que no desistí de intentar comprender -y así querer justificar sus crímenes crueles e injustos-la infancia de mis padres (que, de todos modos, ellos mismos tampoco querían conocer), no pude sentir toda la intensidad de mi sufrimiento y de mi miedo. Sólo entonces descubrí lentamente la historia de mi infancia y comencé a comprender mi destino. Y únicamente entonces desaparecieron los síntomas físicos que, durante tanto tiempo, habían intentado en vano contarme mi verdad mientras yo escuchaba a mis pacientes y, a través de sus historias, empezaba a vislumbrar lo que les sucedía a los niños maltratados. He comprendido que me engañé durante mucho tiempo. Como muchos o la mayoría de terapeutas, no sabía quién era yo en realidad, porque había estado huyendo de mí misma y creía que así podía ayudar a otras personas. Hoy estoy convencida de que necesito comprenderme, respetarme y aceptarme a mí misma antes de intentar hacer lo mismo con los demás. 

Carta a una víctima de malos tratos en su infancia:

“Su madre ha logrado que, a usted, todavía hoy, le den miedo sus auténticos sentimientos, que son tan normales. Ella lo abrumó con terribles sentimientos de culpa para que usted no cuestionase nunca el comportamiento materno. Esto significa básicamente anular la vida emocional del niño. Por lo   tanto, no es extraño que a veces usted odiase a su madre por esta fatídica represión, especialmente porque usted, de niño, dependía por completo de ella. Pero por suerte a veces era capaz de odiar y quizá también de sentir que su madre se merecía su odio. Esto salvó a su verdadero yo. Hay personas para quienes estos sentimientos están del todo bloqueados. Ahora, con razón, quiere liberarse de esos sentimientos de culpa. Podrá hacerlo cuando comprenda que su rabia estaba completamente justificada. Puede escribirle cartas a su madre, sin enviarlas, y contarle todo cuanto le hizo y cuánto sufrió usted. Así su verdadero Yo tendrá más espacio para desarrollarse y no permitirá ni un abuso más de las necesidades ni de las versiones -antiguas o nuevas- de su madre”.

Lluvia de vapor y velocidad, s/f, de Joseph Mallord William Turner.

Terapia: odio, perdón, autoengaño, posibilidades

Los niños que son respetados aprenden respeto. Los niños que reciben cuidados aprenden a cuidar a los más débiles que ellos mismos. Los niños que son amados por lo que son no pueden aprender intolerancia y violencia. En un entorno como este, desarrollarán sus propios ideales, que no pueden ser más que humanos, ya que surgieron de la experiencia del amor responsable.

Los sentimientos genuinos nunca son producto del esfuerzo consciente. Simplemente están allí, y están allí por una muy buena razón, incluso si esa razón no siempre es evidente.

De forma muy diferente se comporta el odio consciente y activo que, como todos los sentimientos, disminuye una vez que nos permitamos experimentarlo. Si logramos reconocer con claridad que nuestros padres nos trataron de modo sádico, inevitablemente se despertará en nosotros la sensación de odio. Como hemos dicho, esta sensación puede suavizarse con el tiempo o, incluso, desaparecer del todo, pero no se solucionará con un único paso. La dimensión del maltrato sufrido en la infancia no se puede comprender de una vez. Es necesario un proceso más largo durante el cual la víctima será consciente de forma paulatina de los diferentes aspectos del maltrato, de manera que el odio pueda aparecer una y otra vez. Un odio que entonces ya no será peligroso, sino que constituye una consecuencia lógica de aquello que sucedió y que el adulto no ha podido comprender en su integridad hasta ahora, pero el niño había soportado en silencio durante años.

El odio es un sentimiento fuerte y vital, un símbolo de que estamos vivos. Por lo tanto, pagamos un precio cuando tratamos de reprimirlo, desviarlo hacia personas sustitutorias. Porque el odio desea transmitirnos algo, sobre todo desea hablarnos de nuestras heridas, pero también de nosotros, de nuestros valores, de nuestra forma de vivir la sensibilidad, y debemos aprender a escucharlo y comprender el significado de su mensaje. Cuando lo consigamos no necesitaremos tener miedo al odio. Si odiamos la falsedad, la hipocresía o la mentira, nos otorgamos el derecho de luchar contra ellas, siempre que nos resulte posible, o de alejarnos de aquellas personas que sólo confían en la mentira. Pero si fingimos que no nos importa, estaremos engañándonos a nosotros mismos.     

Este autoengaño se ve potenciado por una exigencia de perdón casi universal que resulta, no obstante, enormemente destructiva. En este sentido, es fácil comprobar que ni las oraciones ni los ejercicios de autogestión, destinados a desarrollar un «pensamiento positivo», ayudarán a ignorar las reacciones vitales y justificadas del cuerpo que resultan de las humillaciones y de los otros daños que vulneraron la integridad del niño a una edad muy temprana. Las dolorosas enfermedades de los mártires muestran con claridad el precio que pagaron por tratar de negar sus sentimientos. ¿No sería por lo tanto más fácil preguntarse a quién le corresponde el odio y comprender por qué, en el fondo, está justificado? Así, tendríamos la posibilidad de vivir de forma responsable con nuestros sentimientos sin negarlos ni pagar con enfermedades nuestras «virtudes».              

A mí me extrañaría que un terapeuta me prometiese que iba a conseguir liberarme de sentimientos como la rabia, la ira o el odio después de la terapia (posiblemente gracias al perdón). ¿Qué clase de persona soy si no puedo reaccionar con rabia o ira ante la injusticia, la insolencia, la maldad o ante un cretino arrogante? ¿No estaría mutilando mi capacidad de sentir? Si la terapia me ayuda, durante el resto de mi vida podré tener acceso a todos mis sentimientos, pero también seré capaz de acceder de manera consciente a mi historia y comprender así la intensidad de mis reacciones. Esto permitiría que esta intensidad se redujese relativamente rápido, sin dejar las graves cicatrices en mi cuerpo que en general produce la represión de las emociones que conservamos de modo inconsciente.  

En terapia puedo aprender a comprender mis sentimientos, a no condenarlos, a observarlos como mis amigos o protectores, en lugar de temerlos como a un enemigo contra el que tenemos que luchar. Aprender a crear nuevas posibilidades en mis relaciones. No son nuestros sentimientos los que constituyen un peligro para nosotros o para nuestro entorno, sino la separación existente entre nosotros y nuestros sentimientos producidos por el miedo que éstos nos generan. 

Amanecer después del naufragio, 1841, de Joseph Mallord William Turner.

Es la creación amorosa del hogar

Queremos pasar página y vivir en paz. Todos querríamos esto y sería muy bonito que funcionase. Pero no funciona así. Nunca lo hará. ¿Por qué? Porque la rabia, como todas las emociones, no se deja dictar ni manipular, es ella la que nos dicta a nosotros, nos obliga a sentirla y a comprender sus causas. Podemos, no obstante, tratar de reprimir nuestra ira, pero las consecuencias serán enfermedades, adicciones o crímenes.            

Es comprensible que queramos perdonar y olvidar para no tener que sentir dolor, pero esta vía no funciona. Más pronto o más tarde nos damos cuenta de que nos hemos equivocado de camino y de que así no solucionamos nada. Fíjese en la cantidad de sacerdotes pedófilos. Perdonaron a sus padres los abusos sexuales y otros abusos de su autoridad. Y ¿qué hacen ahora? Repiten los «pecados» de sus padres, precisamente porque se los han perdonado. Si hubiesen juzgado de forma consciente los crímenes de sus padres, no se habrían visto forzados a hacerles lo mismo a otros niños, abusando de ellos y confundiéndolos al condenarlos al silencio.

El auténtico perdón no bordea la rabia sin tocarla, sino que pasa a través de ella. Sólo cuando pueda indignarme por la injusticia que cometieron conmigo, cuando advierta el abuso y la violencia como tal y pueda reconocer y odiar a mi perseguidor como tal, sólo entonces se me abrirá realmente la vía del perdón. La ira, la rabia y el odio reprimidos dejarán de perpetuarse eternamente sólo cuando la historia de los abusos cometidos en la primera infancia pueda ser revelada. Y entonces se transformarán en duelo y en dolor ante la crueldad del hecho, dejando, en medio de ese dolor, cabida a una verdadera comprensión, a la comprensión del adulto que ha echado una mirada a la infancia de sus padres y, liberado finalmente de su propio odio, es capaz de vivir una empatía auténtica y madura. Este perdón no puede ser exigido (ni es obligación concederlo) con preceptos ni con mandamientos; ha de ser vivido como gracia o como posibilidad y surgirá espontáneamente cuando ningún odio reprimido –por estar vedado– siga envenenando el alma.       

No fueron los sentimientos hermosos o agradables los que me dieron una nueva visión, sino contra los que luché con más fuerza: los sentimientos que me hicieron sentirme mal, mezquina, desvalida, humillada, exigente, resentida o confusa, y sobre todo, triste y solitaria. Fue precisamente a través de estas experiencias, que había rechazado durante tanto tiempo, que tuve la certeza de que ahora entendía algo sobre mi vida, proveniente del núcleo de mi ser, algo que no podría haber aprendido de ningún libro.

En mi propia terapia, fue por mi experiencia que fue precisamente lo opuesto al perdón, a saber, la rebelión contra el maltrato sufrido, el reconocimiento y la condena de las opiniones y acciones destructivas de mis padres y la articulación de mis propias necesidades, lo que finalmente me liberó del pasado.

Mi experiencia me ha demostrado que mi indignación auténtica ante lo que mis consultantes/clientes me contaban sobre su infancia ha constituido un importante vehículo durante la terapia. Normalmente esto tenía un efecto intenso, como si se dinamitase el dique que mantenía el agua del río en un embalse. A veces la indignación de la terapeuta desencadenaba también en el consultante/cliente una avalancha de legítima indignación. El cambio radical tenía lugar gracias a la actitud comprometida y liberada de la terapeuta, que era capaz de mostrarle al «niño» que le estaba permitido mostrar disgusto ante el comportamiento de sus padres y que cualquier persona con sentimientos estaría también disgustada, con la excepción de aquellos que también habían sufrido maltratos en la infancia.

El consultante/cliente que encuentra un terapeuta interlocutor que no encubre los crímenes de los padres y de los adultos ya no continúa atrapado en su miedo infantil y se autoriza a compartir -poniendo palabras- sus emociones y a experimentar su rabia y su indignación como lo que son: una reacción normal ante la crueldad vivida… Tomar conciencia de los sentimientos infantiles no mata, sino libera. Lo que, en cambio, sí mata a menudo es el rechazo de los sentimientos, cuya vivencia consciente podría revelarnos la verdad y liberarnos.

Cuando salimos de la ceguera y elegimos ver, en los lugares donde solo había un vacío temeroso por la crueldad e injusticia de los padres y de los adultos o una gran cantidad de fanáticos religiosos igualmente espantosos, ahora se descubre una inesperada riqueza de vitalidad, espontaneidad y creatividad. Esto no es un regreso a casa, ya que esta casa nunca ha existido antes. Es la creación amorosa, respetuosa, libre, alegre y responsable de un lugar propio, del hogar.

Paisaje tormentoso con un arco iris, s/f, de Joseph Mallord William Turner.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

Miller, Alice, El drama del niño dotado y la búsqueda del verdadero yo (2008). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Miller, Alice, Por tu propio bien: raíces de la violencia en la educación del niño (2009). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Miller, Alice, La llave perdida (2002). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Miller, Alice, El saber proscrito (2009). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Miller, Alice, La madurez de Eva (2002). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Miller, Alice, El cuerpo nunca miente (2007). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Miller, Alice, Salvar tu vida (2009). Tusquets Editores, Barcelona, España.

Tapia Figueroa, Diego, Tesis (2018) para el Ph.D. con la Universidad Libre de Bruselas (VUB) y el TAOS INSTITUTE.


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