Diego Tapia Figueroa Ph.D. y Maritza Crespo Balderrama, MA.
(enero, 2019)
“Todo lo que hago, lo hago con alegría”
Michel de Montaigne (trad. en 2007, p.588)
Son tiempos de muerte para las mujeres en la sociedad ecuatoriana y en las demás sociedades del mundo. En Ecuador, cada tres días se produce un feminicidio, donde el asesino es pareja o ex pareja. Según las Naciones Unidas, en 2018 fueron asesinadas 87 mil mujeres. En el 58% de los casos, los asesinos fueron sus parejas o familiares cercanos. Sin un enfoque de género en las políticas públicas, sin una educación con hombres y niños -con toda la sociedad-, basada en los derechos humanos, se legitima, normaliza y naturaliza la violencia de género que es un problema estructural.
La violencia machista y criminal (quitar la dignidad al cuerpo de la mujer, someterla al control, reprimirla) se multiplica, sigue en la impunidad, es relativizada, invisibilizada y silenciada para encubrirla y justificar la complicidad del Estado, los gobiernos actuales, la justicia, la policía, la religión, la familia, la educación (todas las instituciones sociales, garantes de mantener el poder y los privilegios de los hombres).
La miseria social-relacional cotidiana, amplificada de manera omnipresente por los medios de comunicación, por las redes sociales, se impone como modelo (modelo-basura, educación-basura, sociedad-basura). Las relaciones que entablamos se sostienen en la pérdida irresponsable e irracional de criterio para discernir, reflexionar críticamente, elegir: “¡no pienses… actúa!”. La pérdida de la conciencia del otro y de la cultura del buen trato es lo que predomina. Sin embargo, en las formas de relación que experimentamos, sólo puede ser considerado buen trato el diálogo como primera opción. Todas las otras formas de relación son maltrato y significan exclusión.
Vivimos, por imposición, en una cultura basura, del abuso machista como norte normalizado y legitimado por la rutina y la ceguera social y política; una cultura de cobardía, abyección, estulticia, zafiedad, pusilanimidad y anomía. Nos imponemos (los unos a los otros) la tiranía de contextos degradados, deshumanizados, vaciados de sentido: el crimen de ayer escandaliza e indigna un poco menos que el de hoy, que a su vez será olvidado y superado por el de mañana y así ad infinitum, de horror y barbarie machista. En cada feminicidio cotidiano: cero justicia, cero reparación, cero responsabilidad social y ética, cero transformación del ser relacional; la regresión al grado cero de la humanidad.
Decía Simone de Beauvoir: “La historia nos muestra que los hombres han tenido siempre todos los poderes concretos; desde los comienzos del patriarcado han juzgado útil mantener en un estado de dependencia; sus códigos han sido establecidos contra ella y de ese modo ha sido convertida en el otro. Esa condición servía a los intereses económicos del macho; pero convenía también a sus pretensiones ontológicas y morales”.
Pero no hace falta llegar al femicidio. En el trato cotidiano las relaciones -en esta sociedad patriarcal- se construyen desde una ideología y perspectiva jerárquica. Los hombres consideran que las mujeres son de su propiedad. Como los adultos, padres y madres consideran que los hijos son de su propiedad y que pueden oprimir e imponer, abusar y ejercer violencia cruel e injusta “por el propio bien” de los niños; igual, piensan los hombres: las mujeres les pertenecen, manejan un criterio de “dueñez” sobre la mujer, su cuerpo, su ser.
La cultura y la ideología patriarcal han convencido también a muchas mujeres que sus dueños son los hombres, que deben aceptar y resignarse a una posición y rol de subalternidad en su relación con los ellos y su poder. Las mujeres llevan al dueño adentro, en su propia relación consigo mismas y con las demás, por eso las manifestaciones externas de ese dominio no son fácilmente percibidas, son “normales”, son muestras de amor.
Esta cultura ha convencido a la mayoría de la población que las mujeres son un objeto, o cuando mucho, en un excesivo gesto de generosidad, seres de segunda clase, homologadas a los primitivos o a los animales y, por ello, sus reacciones son incontroladas e irresponsables –hormonales- y ameritan “ubicarlas”, controlarlas, darles lecciones (aunque esto implique un cuchillo en la garganta). El dogma de la ideología del macho se mantiene: la mujer es solo una vagina; es solo un objeto para su uso y abuso, Total impunidad.
La repetición del deber ser de la mujer, para controlarla y oprimirla para domesticarla socialmente (“ser y parecer”), hace que la mujer reproduzca la cultura de su propia opresión, además de tiranizarla con la culpa, el miedo y las diversas formas de violencia social y cultural.
Impera la convicción de que la mujer debe existir, solo y exclusivamente, en función de las necesidades de los hombres (quienes como cada día tienen más miedo de perder su poder y privilegios, practican más abuso y maltrato físico, sexual, psicológico, emocional contra las mujeres). Son las necesidades, aspiraciones, intereses, sueños y objetivos de los hombres los que realmente cuentan. Los otros, los de las mujeres no tienen sentido ni razón de ser respetados y compartidos. Es más, probablemente, no existen y en la “absurda” hipótesis de que alguien los reconozca, no tienen que ser considerados.
Desde esta cómoda ideología patriarcal, el rol de la mujer es el de servir gustosa al hombre, complacerlo permanentemente (sin veleidades “tontas e inútiles” de rebeldía o crítica), ser su amiga-amante-madre-hermana-hija-adorno-esclava-reposo del guerrero. Su mayor felicidad y realización será la de obedecerlo, satisfacerlo y comprenderlo siempre; adaptarse a sus necesidades, renunciar a sus intereses y objetivos propios (juzgados como intrascendentes), abandonar y negar su derecho a su autonomía, independencia y dignidad. Ir por la vida, la sociedad y el mundo de los hombres, pidiendo perdón por existir.
Debe conformarse con cumplir con los deberes que la hagan digna de su amo, dueño y patrón y, mejor aún si aprende a mirarse (y enseña a las demás) con el ojo de quien la controla, ordena y manda (y mata). Sus derechos serán los que los hombres les concedan, sus obligaciones para con sus propietarios serán un derecho incuestionable, natural y eterno de los machos. Obviamente, cuando se “exagere”, cuando se le “vaya la mano” al amo, se hablará y esgrimirán sus derechos humanos, para encubrir los crímenes y a los criminales, se implementarán discursos y prácticas moralistas, políticamente correctas (se las aceptará como “víctimas”, que es una manera de no considerarlas interlocutoras al mismo nivel) y se instrumentalizarán y manipularán las rebeldías para que no amenacen la estructura patriarcal y mantengan, maquillado y mejorado, el statu quo imperante.
A la cultura de muerte que impone la sociedad patriarcal, le aterroriza el deseo libre de las mujeres, su autonomía, su solidaridad y su propio criterio para amar y ser amadas, para construir políticamente lo distinto, sin los prejuicios opresivos de la cultura, la religión, la familia, la educación y todas las instituciones que la quieren controlar, oprimir, explotar y enajenar.
Como sociedad y ciudadanía necesitamos crear propuestas para actuar socialmente de maneras transformadoras. Un modo de relacionarse con curiosidad, aceptación y respeto en todas las interrelaciones, para intentar responder con los otros a la pregunta sobre ¿cómo queremos vivir?
Se trata de comprender y concebir la relación social de hombres y mujeres, como una forma útil y emancipadora de las condiciones sociales injustas y opresivas existentes en la sociedad actual. Se entiende que lo humano necesita de los unos y los otros para la construcción conjunta de significados, para ser justos y responsables con los otros, para prevenir los abusos. Las concepciones éticas y las perspectivas políticas que se manejan son, evidentemente, construcciones culturales e históricamente situadas. Las palabras “ética” y “política” comienzan a tener significado únicamente en los contextos relacionales en los cuales se participa. Importa ampliar el horizonte de posibilidades y cosmovisiones para crear otras maneras de vida social. Un proceso en el que generamos las condiciones para relacionarnos de formas nuevas y distintas.
Buscando constantemente y con pasión abrir posibilidades y abrir sensibilidades debemos preguntarnos: ¿Qué es lo que importa; qué es lo valioso? Desde un pragmatismo reflexivo, interrogarnos: ¿Qué es lo que queremos crear y que importe a los demás, que tenga valor para los otros? El valor radica en el bienestar del proceso. Transformar las relaciones para construir futuro; futuros que nos importan realmente.
Se piensa lo ético y lo estético como maneras de conectar con la política que se rebela a todas las formas de domesticación y control social. Un proceso político liberador, que nos permitan recuperar nuestra voz, que creen las condiciones de posibilidad relacional para que las múltiples voces se comprometan en estas complejas conversaciones que crean nueva vida social, en la que podamos llegar a ser lo que como humanos nos gustaría ser.
¿Qué tipo de mundo y de sociedad estamos teniendo, y qué mundo y sociedad queremos crear? ¿Qué vamos a hacer, qué necesitamos hacer distinto? ¿Cómo vivir el respeto y la curiosidad? ¿Cómo vivir la complejidad y la incertidumbre? ¿Qué futuro queremos construir? ¿Cómo nos conectamos a través del diálogo, para crear posibilidades de futuros distintos, respetuosos de los derechos humanos de niños, mujeres y hombres?
¿Cómo traer nuestros recursos a este diálogo que tiene un propósito transformador? Porque la posición desde la que elegimos relacionarnos, está comprometida con contribuir a cuidar la dignidad y la integridad en todas estas relaciones con ética relacional, La ética relacional significa preguntarse: ¿qué construimos juntos que signifique bienestar? ¿Cómo podemos cuidar nuestras relaciones, de manera que podamos crear conjuntamente vida, vida significativa? ¿A qué clase de futuro puedo contribuir? La cuestión sigue siendo: ¿Qué estamos creando juntos, para generar las posibilidades de un presente con las condiciones relacionales éticas, sociales y políticas, que signifiquen equidad, justicia, responsabilidad, dignidad, libertad?
Adendum: Feminicidios, los asesinatos contra las mujeres por razones de género
En Quito, 30 de septiembre de 2022
Los últimos acontecimientos, de horror y barbarie en el Ecuador (una mujer es asesinada cada 28 horas), nos traen constantemente la memoria del encubrimiento y la impunidad estructurales de los crímenes de la policía y de los militares en esta sociedad; de las instituciones llamadas a la protección de la ciudadanía y de la paz, como las representantes que encarnan la crueldad y la injusticia, con su integrantes protegidos y garantizados por la Ley, en cada crimen que cometen. Están -policías, militares, casta gobernante- para mantener y perpetuar su poder y privilegios, sobre los cadáveres de las mujeres.
La violencia sistemática (legitimada con la impunidad) contra las mujeres es un crimen que obedece a estructuras jerárquicas patriarcales, aquellas que reproducen una cultura opresiva donde las mujeres son consideradas y tratadas como objetos desechables, “creadas para complacer, obedecer, y para ser castigadas”.
En América Latina cada tres horas una mujer es asesinada por su pareja o por una expareja. La OMS reveló que América Latina es la segunda región con los índices más altos de muertes de mujeres por violencia, ya sea en el campo como en la ciudad; el 70% de las mujeres que son víctimas de asesinato mueren a manos de su pareja. Cerca de la mitad de las muertes de las mujeres en el mundo es responsabilidad de sus parejas, esposos, novios, convivientes, exconvivientes. Los femicidios son cometidos por alguien con quien la víctima tenía o había tenido una relación sentimental, sexual, de confianza.
En estas culturas y sociedades, misóginas, violentas y abusivas, es difícil, todavía, reconocer el femicidio como algo más que un “crimen pasional”; es común que, en la lógica del discurso de “la autoridad” -policía, militares, Estado- todavía se hable de la muerte violenta de una mujer a manos de su pareja como un crimen de ese estilo “pasional” restando importancia a un hecho -y a muchos otros- que evidencia que a las mujeres las violan, las matan por ser mujeres, e importa poco.
Sin embargo, podemos reconocer que se han logrado avances, gracias a dolorosas situaciones que se han mediatizado en las que las víctimas, mujeres-madres-hermanas-amigas-parejas… han muerto por ser mujeres. Ya hay medios de comunicación y muchos grupos sociales en los que el término “femicidio” se utiliza y se reconoce como un crimen contra las mujeres por razones de género.
¿Y qué pasa cuando el Estado, de algunas maneras, es cómplice de esto? Marcela Legarde introduce el término “feminicidio” para definir una serie de delitos en los que las mujeres son víctimas, que suceden porque, además, hay un encubrimiento y una impunidad propiciada, de múltiples maneras, por el Estado.
Significa, entonces que no solo es el varón el que mata, viola, o agrede hasta el límite a la mujer, sino que comparecen las instituciones del Estado, con su ceguera (intencional) o con una evidente, y a veces hasta explicita, voluntad de dificultar las investigaciones (por acción u omisión), el juzgamiento y la sanción del o los culpables de estas situaciones.
En el feminicidio, el Estado y sus instituciones son cómplices, porque también consideran que la violencia contra la mujer es un tema subalterno; porque las políticas públicas que deberían ampararnos y generar sociedades seguras y respetuosas para las mujeres, no se dictan con prontitud; porque se invisibiliza y normaliza la violencia machista en la pareja, la violencia contra niños, niñas y adolescentes, con la idea -violenta en sí misma- de que las mujeres no pueden, no saben, no son capaces de decidir, pensar y actuar sin una regulación o una mirada del hombre que las avale o acepte, que les dé permiso para existir.
En el Ecuador, y en otros países de nuestra comunidad, el feminicidio, no es resultado de la maldad de determinadas personas, sino que es efecto de las estructuras heteropartriarcales, machistas y misóginas sobre las que se sostienen los Estados, representados por hombres (y también por mujeres que siguen los mismos patrones) que sostienen la mirada, el discurso y los actos de sometimiento, opresión y violencia.
El feminicidio no habla solamente de la inoperancia, es, sobre todo, una acción voluntaria y explícita para minimizar, ocultar, devaluar la violencia contra las mujeres solo por el hecho, concreto y real, de que lo son. El feminicidio es el marco en el que el femicidio es posible, en el que la violencia, física, psicológica, patrimonial, sexual y un largo etcétera, es aceptada, aunque en los discursos -tibios, hipócritas, oportunistas y ambiguos- de las “autoridades” y de los líderes políticos de todo el espectro, se diga lo contrario.
El Estado feminicida mira a “los crímenes pasionales” como temas aislados, las muertes y desapariciones de mujeres a manos de quienes deberían amarlas y respetarlas como resultado de la “locura” momentánea o accidentes, al maltrato sistemático como herramienta para el control, el abuso y la subordinación; como parte de las estadísticas.
Es evidente que se trata de sociedades en las que, si no eres hombre, no tienes derechos. Sociedades en las que quienes deberían proteger y respetar no lo ven como necesario; sociedades en las que el peor enemigo de las mujeres y las niñas está en los espacios relacionales más cercanos, avalados y encubiertos por quienes nos gobiernan, que en los papeles y discursos deben hacer respetar y respetar la Ley (una cínica farsa más, en la realidad).
Nuevamente: las causas se comprenden en contextos que son estructurales e históricos, la violencia social es su caldo de cultivo, son causas que responden a la lógica y funcionamiento de una sociedad patriarcal; crímenes que se buscan encubrir con estereotipos, lugares comunes y prejuicios sobre las actitudes y comportamientos femeninos; para banalizar, desprestigiar a las víctimas, generalizar y encubrir los feminicidios.
Los asesinos no lo son por “pasión” o “errores humanos” o “provocaciones de las mujeres”, lo son, porque así se les educa y “forma” en la sociedad patriarcal, en las familias, en las instituciones policiales, militares, eclesiales, educativas; generando contextos relacionales de maltrato, explotación, opresión, injusticia, abuso, discriminación, violencia, barbarie y muerte contra la mujer.
Necesitamos preguntarnos, con consciencia y responsabilidad, desde la ética relacional: ¿Cómo construir bienestar común, respetando la dignidad y los derechos humanos de todas las personas? ¿Qué hacer conjuntamente para abrir posibilidades y futuros distintos? ¿Cómo generar lo nuevo, socialmente transformador?
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