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Aborto, complejidades para reflexionar; valentía y dignidad de las mujeres

Maritza Crespo Balderrama, M.A. y Diego Tapia Figueroa, Ph.D.
(mayo, 2019)

“Todos los dolores pueden ser asumidos si los ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellos.”

Isak Dinesen

El grito, 1893, de Edvard Munch.

Hace pocos días, en la Facultad de Ciencias Psicológicas de la Universidad Central del Ecuador (UCE) se realizó un debate sobre el aborto y pidieron (a Maritza) que hable sobre sus consecuencias psicológicas. Este artículo editado y ampliado es parte de esa ponencia.

En nuestra región sudamericana, y en Ecuador particularmente, no existe mayor investigación académica sobre las implicaciones psicológicas en las mujeres que deciden, voluntariamente, abortar. El aborto si bien debe ser tratado como un tema de salud pública por las implicaciones que tiene, en las mujeres que se lo realizan (por las razones que sean) y sus familias, comunidades y la sociedad en general, debe ser abordado, también desde la perspectiva de los efectos que esta decisión produce en las personas, pero también desde el propio proceso de la toma de esta difícil decisión.

Ecuador es el segundo país de América Latina con el mayor índice de embarazos infantiles y adolescentes; entre siete y ocho niñas menores de 14 años son obligadas a parir en todas las maternidades del país cada día. Los casos más numerosos de estos embarazos en el país son por violación, sobre todo por incesto (datos reportados por la prensa nacional, este mes). Crímenes, que quedan en la impunidad. Niñas y adolescentes abusadas y obligadas a parir e impedidas por el Estado, la ley, la sociedad y la cultura patriarcal de su derecho a abortar.

Es relativamente fácil definir algunos elementos que surgen, a partir de investigaciones realizadas en el mundo, sobre los efectos relacionales-emocionales, de la práctica de un aborto voluntario, muchos de ellos evidencian que hay elementos que predisponen, a las mujeres, a problemas vinculados con depresión o ansiedad postaborto, entre ellos la sanción social, factores culturales, la exposición a contextos de clandestinidad e inseguridad, y, claro, la incidencia de la pareja en la toma de decisión.

Estos factores contrastan con lo que se puede observar en contextos en que el aborto voluntario se hace de forma legal y segura. Investigaciones realizadas, por ejemplo, en Estados Unidos (1990) muestran que la mayoría de las mujeres (76%) sintieron alivio al poder llevar adelante el aborto y que, teniendo acceso al aborto en condiciones adecuadas, bien informadas y sin presiones externas, aparece escasa consecuencia negativa en el período posterior. Más bien, lo contrario.

Hay que valorar y reconocer que en los contextos iberoamericanos las reformas que ampliaron la posibilidad de abortar legalmente o que lograron la despenalización del aborto son logros de las luchas feministas; sin embargo,el aborto no es un tema feminista: es un asunto, es una responsabilidad de la sociedad entera.

“Los derechos de las mujeres son derechos humanos”

El único modo de garantizar el ejercicio del conjunto de derechos que están incluidos bajo la etiqueta de derechos sexuales y reproductivos es, antes que nada, a través de la despenalización del aborto. También garantizando el acceso de las mujeres a abortos seguros, mediante información y programas de orientación para mujeres que quieran abortar, servicios de salud capacitados y en buenas condiciones, etc. Al penalizar el aborto no se puede garantizar todo esto y con ello, el Estado viola doblemente los derechos de las mujeres, es decir, al criminalizar a las mujeres que tienen derechos sexuales y reproductivos no reconocidos por el Estado y al no proveer servicios de salud que garanticen el ejercicio de esos derechos en condiciones de higiene y seguridad. Esto es incorrecto moralmente.

(https://www.elsevier.es/es-revista-debate-feminista-378-articulo-etica-feminista-etica-femenina-aborto-S0188947816300044)

Con estos antecedentes, es fundamental partir de un análisis integral cuando hablamos del derecho al aborto en el que podamos, además, acercarnos no solo a la perspectiva psicológica individual, de la mujer que decide llevar a cabo un aborto en condiciones, como las de nuestro país, de ilegalidad (está despenalizado solo en dos situaciones), desprotección e inseguridad; sino también a la perspectiva relacional -que es un asunto fundamental para la psicología- que esta problemática implica, teniendo en cuenta que tanto mujeres como hombres vivimos en relación y nos construimos, cotidianamente, en las relacionas, en los diálogos que vamos desarrollando.

La ”psiquis humana” se construye en el vínculo con el otro. Desde que nacemos, la relación con nuestros progenitores y las personas que conforman nuestro entorno inmediato, será fundamental para nuestra posterior forma de entender el mundo, nuestros contextos y para la toma de decisiones; también, para nuestra propia autopercepción, como mujeres y hombres que vivimos en sociedad, en relación; nos hacemos con los otros, en relación con los demás.

Los aspectos culturales y sociales, que son analizados en este diálogo propuesto por los estudiantes de psicología, conforman el escenario o “la cancha” en donde el juego de nuestra vida se va desarrollando. Las normas, reglas, parámetros y lineamientos de este juego, están previamente delimitados, se han instaurado en nuestros contextos, antes de nuestro nacimiento, y son vividos por todas las personas con las que nos vinculamos a lo largo de la vida, con más o menos las mismas perspectivas, posiciones, creencias.

No somos seres individuales, somos personas que nos conformamos en la relación y son justamente, las relaciones que vamos viviendo y construyendo a lo largo del tiempo, las que llenan de “contenido” nuestros pensamientos, y también, nuestras decisiones.

Cuando hablamos, entonces, de ser mujer, nos vemos abocados a entender la feminidad en los contextos relacionales enmarcados en una cultura específica y en un momento histórico temporal (es decir, el marco de nuestro tiempo histórico).

No es lo mismo ser mujer, por ejemplo, en el siglo XVIII, cuando las primeras feministas se cuestionaron sobre las jerarquías sociales y el derecho a la educación de las mujeres, o serlo actualmente, cuando, en teoría -y recalcamos EN TEORÍA- las mujeres hemos podido reivindicar nuestra situación de igualdad frente al mundo laboral y familiar.

Cuando hablamos de ser mujer, hoy, en el 2019, no podemos dejar de lado, entonces, el hecho de que, a pesar de todos los avances y logros que se han dado por la persistencia y lucha de las mujeres del mundo, en muchos de nuestros contextos, al menos en nuestra región y país, todavía el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo está fuertemente cuestionado por el discurso hegemónico cultural, patriarcal.

A final de cuentas lo que esta lucha política alrededor del aborto vuelve a poner en evidencia es que el poder sexista sigue intocado: los hombres que detentan el poder eclesiástico siguen resistiéndose a que las mujeres sean sujetos con derecho sobre sus vidas. Los hombres que ejercen el poder político no se arriesgan al enfrentamiento con la Iglesia, privilegiando las razones de tipo electoral por encima de las de justicia social y salud pública. El costo de tal indecisión lo pagan las mujeres, especialmente las de los sectores populares… ¿Cuál igualdad, si las mujeres abortan y los hombres no, pero ellos deciden al respecto? (Marta Lamas, 1992-2017)

Nuestro ser individual, una vez más, se conforma en contextos relacionales y culturales en donde las mujeres (y los hombres) somos, como mínimo, en principio “propiedad” de nuestros padres. Para ejemplificar esto solo basta escuchar los contenidos que traen los consultantes al espacio psicoterapéutico sobre “sus” (el lenguaje es determinante) hijos e hijas y cómo son considerados como extensiones de ellos y ellas (de los padres): “mi hija debe seguir los pasos de su madre”, “es mi derecho castigar a mis hijos para que sean hombres y mujeres de bien…”, etc. Todo tipo de prácticas crueles, injustas, abusivas y con frecuencia criminales de los adultos con los niños, niñas y adolescentes.

El crecimiento de las cifras de abortos nos revela también el fracaso y los límites de la educación sexual que se está llevando a cabo en nuestro país. Escasa, prohibida de hecho en muchos lugares y orientada casi en exclusiva a la información biológica y anticonceptiva. No está encaminada a reconocer la diversidad de expresiones de la sexualidad humana, ni a fomentar en la sexualidad los mismos valores que consideramos esenciales en otros ámbitos de las relaciones interpersonales y sociales, como la igualdad, la autonomía –entendida como tener capacidad, saber decidir y ser responsables con las decisiones que se adoptan-, el cuidado de nosotras y el de los o las demás… A pesar de quienes no ven más que miserias en la sexualidad humana, ésta es una fuente de placer, de gozo y satisfacción. Necesitamos más educación sexual y muchos cambios en el enfoque con el que se realiza actualmente. Educación sexual no sólo en la enseñanza reglada sino también campañas dirigidas al conjunto de la sociedad y, en especial, a los sectores en situación de mayor vulnerabilidad. Campañas que no sólo informen, que refuercen valores, que permitan avanzar en el respeto a la diversidad de formas de vivir la sexualidad y también en el respeto a la diversidad de opciones y comportamientos ante un embarazo no planificado.

(http://www.pensamientocritico.org/primera-epoca/otrvoc0409.html)

De más está decir lo obvio: decidir sobre la mujer que queremos ser está vedado o, al menos, lo logramos con mucha “rebeldía” de por medio. Ser mujer y decidir sobre lo que queremos implica, desde el principio y en términos generales, una confrontación en la que el diálogo y la escucha ceden espacio a la imposición de ideas, criterios y censura de quienes entienden que no somos capaces de decidir sobre nada, de forma positiva y autónoma.

Con el paso de los años la mayoría de mujeres en nuestros contextos socio culturales, pasamos de ser posesión de nuestros padres a serlo del hombre de turno. La relación más peligrosa para la integridad física y psicológica de las ecuatorianas es, las estadísticas lo señalan contundentemente, la que tenemos con nuestras parejas. Si bien la violencia de género o el femicidio no es tema de este artículo (ver en este mismo blog, el artículo del viernes, 25 de enero de 2019), está muy vinculada con el tema del aborto y con la idea, generalizada aunque no admitida en la mayoría de casos, de que no somos capaces de decidir, que nos “deben dar decidiendo” para hacerlo bien.

Decidir sobre qué tipo de relaciones queremos mantener, sobre lo que es bueno y positivo para nosotras, no es parte del plan de una sociedad y una cultura en la que se nos infantiliza y subordina. La toma de decisiones responsables, lo sabes como profesionales de la psicología, es una de las evidencias más contundentes de que nuestro desarrollo psíquico evolutivo nos ha llevado a ser adultos; sin embargo, socialmente, no es reconocida en nuestra condición de mujer: nuestro padre/madre decide por nosotras hasta que tenemos una pareja que decida por nosotras, sin hablar del giro que con el tiempo se da hacia el hecho de que los hijos (casi siempre los varones) decidan por sus ancianas madres.

En todo lo dicho parece perderse el tema del aborto voluntario. Sin duda, una niña de 11 años, embarazada por su abusador (no hay embarazo sin abuso a esa edad), necesitará de un apoyo que la reconozca como persona para decidir terminar con su embarazo; esto implica un sistema de salud, educativo y legal que la entienda como ser humano (no como objeto de satisfacción de otro), que tiene voz (la suya propia, no la de su abusador o sus padres), que tiene un futuro (que tendrá que asumir ella y nadie más) y que tiene derechos (que deberá ejercer plenamente, sin restricciones) que deben ser garantizados por la sociedad y el Estado.

Sin embargo, es menos complejo tener una posición frente a un crimen en la que la víctima es una niña gestante. Es más difícil ubicarnos, por nuestra cultura y nuestra forma de relacionarnos, cuando la que quiere y debe tomar la decisión de abortar es una mujer adulta (joven o mayor). Ahí, las relaciones que la sociedad teje en el marco de la cultura, se convierten en una pieza fundamental y preponderante para la toma de decisiones y la situación psíquica de las mujeres. Una carga adicional que es difícil llevar, pero que, muchas veces (desde la experiencia profesional: la mayoría de veces), se lleva en soledad y con culpa.

Los psicólogos y psicoterapeutas estamos familiarizados con las consecuencias psíquicas y relacionales de la culpa impuesta, una vez más, por nuestro sistema de creencias patriarcales y por los contextos históricos culturales. Una culpa que ha llevado a las mujeres a anular su voz y, lo que es peor, a introyectar en su propia psique la voz de la convención dominante que habla de nuestra incompetencia para decidir sobre nada y menos sobre nuestro cuerpo.

En Ecuador, además de estar expuestas a una decisión compleja como es optar por el aborto, la cultura impone la culpa, la sanción, y la criminalización a las mujeres que optan por decidir (como es su derecho) sobre su cuerpo y su vida.

Finalmente, es fundamental que como psicólogos nos preguntemos por nuestro rol frente a las mujeres que se ven abocadas a esta situación. ¿Qué hacemos en nuestros espacios de escucha y atención clínica?, ¿Cuáles son nuestros propios contextos relacionales y culturales y cómo ellos influyen en la atención que damos a nuestras consultantes que están queriendo decidir o que ya han decidido y se acercan a pedir ayuda? ¿Vemos a las mujeres como personas responsables y con derecho sobre su propio cuerpo o como propiedad o extensión de alguien más?, las respuestas a este tipo de interrogantes marcarán el camino de los procesos psicoterapéuticos y el bienestar de esas mujeres.

No solo la “sociedad” en abstracto debe continuar y profundizar el diálogo sobre el tema del aborto como derecho que, afortunadamente, las mujeres están planteando actualmente, nosotros, los psicólogos y los profesionales que trabajamos en procesos de acompañamiento, de diálogos reflexivos con personas, debemos preguntarnos y cuestionar nuestra práctica y creencias culturales. Somos corresponsables, no solo por los cambios que puedan generarse en las personas desde la perspectiva individual y de su contexto familiar, sino que tenemos un rol fundamental en los cambios de paradigmas culturales y sociales. Como señala la cineasta Barbara Miller (2019) “…el patriarcado es la gran religión global. A la mujer se le oprime y se le pide que sea linda. Lo importante es que el hombre esté feliz”.

Debemos proponer nuevas formas de relacionarnos, en las que reconozcamos al otro, a la otra, como interlocutor válido, como persona que puede decidir y promover esa posición adulta de toma de decisiones responsables. El aborto, por lo tanto, es una decisión que debe ser tomada de manera autónoma e independiente por la mujer, que es la única dueña de su propio cuerpo, sin la criminalización de una decisión que debe ser respetada por sus redes de apoyo, para que pueda atravesar esta crisis, sin prejuicios, hipocresías, sanciones legales, morales y estupidez social; sin exclusiones ni marginalizaciones.

El aborto es una alternativa, una opción y una decisión de la que es necesario desculpabilizar a las mujeres, sin banalizar la experiencia, liberándolas de la tiranía de un deber ser cultural opresivo. Es obvio, que también hay que rebelarse y no encubrir o ser cómplices de aquellas situaciones en las que por prejuicios o como parte la cultura de control y opresión social, se les obliga abusivamente a abortar a mujeres adultas, que no quieren hacerlo.

El aborto voluntario es un camino que da cuenta de la autonomía e independencia de las mujeres (de su derecho a cuidarse, protegerse, responsabilizarse de sí mismas, de su cuerpo, de su integridad) y no requiere cada vez de un plebiscito para recibir el permiso perdonavidas de la cultura dominante, ni la condescendencia patriarcal; es una acción valiente y digna, que merece respeto, comprensión y solidaridad de toda la sociedad.

El aborto, en la sociedad ecuatoriana es una realidad, que al no tener una legislación adecuada que garantice su práctica en condiciones médicas que aseguren la vida de la mujer (una responsabilidad de la que el Estado y las Instituciones públicas, se lavan las manos con cinismo e hipocresía), la exponen a graves peligros para su integridad física, emocional y psicológica.

El aborto, en consecuencia, debe dejar de ser un derecho pendiente y todos somos responsables de que se convierta en un derecho humano ejercido en libertad.


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