Todos poseen un límite: cada uno Tiene un matiz de daño muy distinto. La éli Es capaz de arreglarse por sí misma, Caminar apoyada en un bastón, Leer completo un libro, interpretar Movimientos de fáciles sonatas. (Pero acaso la libertad carnal Es el veneno del espíritu: Conscientes de lo que ha sucedido y el porqué Abominan su tristeza sin lágrimas.) Luego vienen los de silla de ruedas, el promedio Que soporta la tele Y guiado por amables terapeutas Canta en comunidad. Después los solitarios que musitan Palabras en el limbo, y al final Los que ya son del todo incompetentes Y como una parodia de las plantas (Ellas pueden sudar sin ensuciarse). No obstante, hay algo que los une: Todos aparecieron cuando el mundo, A pesar de sus males, Era más habitable y más vistoso Y los viejos tenían auditorio Y un lugar en la tierra. (El niño reprendido por su madre Podía refugiarse con la abuela para ser consolado Y escuchar algún cuento.) Hoy ya todos sabemos qué esperar, Mas su generación es la primera Que se ha desvanecido de este modo: No en casa sino asignada a un pabellón, arrojada Como se arrumban fardos indeseables. Mientras voy en el Metro para estar Media hora con una del asilo, Recuerdo quién fue ella en su esplendor. Entonces visitarla era un orgullo Y no una caridad. ¿Seré tan frío como para esperar Un somnífero rápido, indoloro; O bien para rogar, como ella ruega, Que Dios o la naturaleza precipiten Su función terrenal?
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