Consorcio Relacional y Socioconstruccionista del Ecuador (IRYSE)
Maritza Crespo Balderrama, M.A. y Diego Tapia Figueroa, Ph.D.
Todo abuso (el sexual, el físico, el psicológico) se sostiene en una relación de poder asimétrica, en el que el abusador se siente o está, por distintas circunstancias, por encima de la víctima y quiere hacérselo saber; es decir, actúa de manera que su poder se impone de forma abusiva.
El abuso es resultado de una construcción social en la que se piensa que hay personas de “segunda clase”, por lo general mujeres y niños y niñas, que deben ser “corregidas”, “poseídas”, “silenciadas”, “castigadas”, personas que no lo son, porque no son vistas como tal, sino como objetos propiedad de otro que está por encima, que es mejor, que tiene el poder.
En sociedades como las nuestras, en que la arbitrariedad y la imposición es la regla, el abuso en todas sus formas ha sido invisibilizado, silenciado, normalizado, como una de las maneras de relacionarse más comunes, como la forma privilegiada de sostener vínculos de pareja o filiales, como la herramienta exitosa de mantenerse en la jefatura de los espacios laborales o, simplemente, como un deber ser que no se puede, no se quiere, o no se sabe cambiar.
En las varias décadas que tenemos de experiencia como psicoterapeutas, hemos podido conocer historias de violencia de todo tipo; sin duda, las más dolorosas son las que incluyen a niños, niñas, adolescentes y a mujeres, sometidas a abusos de poder a partir agresiones sexuales, en las que los perpetradores forman parte de los círculos de relaciones cercanos. Muchas de ellas, la mayoría, han estado marcadas, además de por el dolor y la injusticia, por el silencio y la impunidad, por el encubrimiento de estos crímenes.
¿Por qué es importante romper el silencio?
Hablar de violencia y abuso no es fácil en nuestras sociedades, en las que el ejercicio del poder y la autoridad encuentran, en la violencia, la manera más cómoda y más normalizada de sostenerse. La violencia genera miedo, el miedo sostiene el poder.
El proceso que atraviesa una persona sometida a situaciones de abuso es, básicamente, el mismo: al principio sorpresa, luego, dolor y sensación de injusticia que va derivando en culpabilidad y, finalmente miedo. El miedo se convierte, por lo general, en una mordaza. Si la persona que está siendo vulnerada, además, es un niño, niña o adolescente, esta situación se ve fortalecida por el hecho, socialmente aceptado, de que los niños no tienen conciencia, hay que corregirlos o su imaginación, creatividad e inmadurez son origen de mentiras y confusiones. En resumen: su palabra no tiene fuerza, ni credibilidad, ni es escuchada por quienes deberían cuidarlos y protegerlos.
Callar no es, como se piensa, lo más cómodo. Para la persona que vive violencia de cualquier tipo, callar es, terriblemente, otra forma de abuso, la reafirmación de que “las cosas son como son”, que “deben ser así”, que “se merece ese trato”, que “algo debe haber hecho mal”, o también “debe haber algo que está mal en mí”, y que contarlo no tiene sentido, no vale la pena.
En nuestra consulta terapéutica es bastante frecuente escuchar que personas (sobre todo mujeres) quienes están o han sufrido abuso no quieren contar su situación por miedo a “lastimar” a las personas de su entorno, por no preocuparles, por no generarles más dolor; en el fondo, se ha instalado en su ser la idea de que son ellas, las llamadas proteger a los otros, con su propio cuerpo, del dolor que implica reconocer que no se ha protegido lo suficiente, que se ha sido negligente o cómplice del abusador.
En la mayoría de los casos, en sociedades como las nuestras, hacerse de la vista gorda frente al abuso es común. Muchas de las situaciones de maltrato y violencia se han mantenido en el tiempo porque quienes conocen de ellas (no las víctimas, sino las personas de su entorno) las minimizan, las obvian, las justifican, las callan o las naturalizan y eso es ser cómplices del abusivo; este encubrimiento familiar y social, los/las hace cómplices de los crímenes.
Para la víctima de abuso, sin importar la edad o el género, el silencio es otra herida más, otra forma de sostener el maltrato. Callar es encubrir. Callar es avalar. Callar es justificar. Callar es, también, abusar.
El abuso debe ser evitado, proscrito, sancionado; debe existir una reparación consistente. El abuso, de cualquier tipo, no debería ser aceptado ni avalado, no debería ser obviado o normalizado. Debería denunciarse, porque si no se multiplica y perpetua.
Hablar sobre el abuso, dejar el silencio, es el inicio de un proceso, muchas veces largo, de restitución del derecho y la dignidad de la persona que ha sido víctima de violencia. Es el principio, necesario, que, además, posibilitará que el abuso no se repita, no se expanda, no encuentre más víctimas.
Cuando el abuso se sabe, cuando se conoce quién es el abusador, las posibilidades de repetición disminuyen; el secreto, al único que protege es al abusador; la familia, los entornos cercanos y la sociedad, pueden organizarse para la protección y restitución de los derechos de las personas que han sido víctimas del perpetrador y, sobre todo y principal: se puede hacer justicia. Las posibles víctimas podrán estar sobre aviso, podrán protegerse y ser protegidas; la sociedad podrá poner correctivos y sancionar al culpable, podrá aprender a dejar de callar y comenzará su liberación.
¿Cómo romper el silencio?
Romper el silencio frente a situaciones de abuso es un proceso que requiere no solamente la voluntad de la persona vulnerada sino, sobre todo, la participación de los miembros de su familia y sus contextos relacionales cercanos y, también, en un nivel más extendido, la intervención y trabajo de las entidades sociales y del Estado, que permitan garantizar la protección y los derechos.
Partamos, entonces, por señalar que, en primera instancia, todos y todas debemos ser conscientes, como sociedad, que el abuso y la violencia no son, bajo ninguna circunstancia ni bajo ningún pretexto, formas de relacionarse, maneras de vincularse, reglas de conducta positivas. No pueden ser permitidos ni avalados.
Más que normalizar el silencio y el abuso, lo que se requiere es normalizar la palabra, la credibilidad y la confianza en las personas que son y pueden ser víctimas de violencia (que somos todos). Para esto se torna fundamental promover la cultura del buen trato y los derechos humanos.
A nivel más cercano, construir, como familia, espacios de diálogo en los que no haya temas tabúes o proscritos es básico; espacios protegidos donde hablar, manifestar y expresar libremente lo que se siente y piensa es legítimo; donde se practica la confianza, la comprensión, el afecto auténtico y se respetan los derechos de todas/os.
Hablar con los niños, niñas y adolescentes sobre los riesgos a los que podrían estar expuestos y sobre pautas para su autoprotección es un buen inicio; sin embargo, también es importante construir espacios para la conversación y la confianza, para poder hablar de todos los temas que tienen que ver con la vida. Que ellos y ellas sepan, sientan y vivan que pueden contar con sus padres, con sus madres y con los adultos que los rodean, que pueden contarles y hablarles de todo, sin que ellos se asusten o se escandalicen, que se les cree, que se les comprende, que se les quiere, que se les respeta y acepta.
Abrir espacios relacionales sostenidos en la credibilidad, el respeto y la confianza ayuda para que, frente a situaciones de abuso, se rompa el silencio y la crueldad e injustica no queden en la impunidad.
Otro elemento fundamental es que las personas que escuchan los relatos de abuso se pongan del lado de la víctima y no del agresor; la primera reacción que una persona que se entera de una situación de abuso debe tener es creer a la víctima y actuar en consecuencia. Esto implica, no pedirle que cuente una y otra vez lo que ha sufrido (revictimizar) o que encare al agresor (lo que instala el miedo y evita la confianza), sino que escuchar y proceder, inmediatamente, de manera que la persona que ha sido víctima pueda estar segura y protegida: separarla del agresor, hacer de su espacio un lugar seguro (es el agresor el que debe salir del hogar, por ejemplo) y comenzar un proceso de apoyo externo, con una red relacional, que debe incluir apoyo psicológico, en todos los casos, y médico (de ser el caso), además de la protección legal.
En ningún caso es conveniente subestimar el dolor de persona en situación de vulnerabilidad, creer o exigir que resuelva el tema sola, que se “arregle”. Una persona que ha sido sometida a una situación de abuso no puede resolver, en ningún caso, el tema sola; requiere de apoyo profesional, de apoyo psicoemocional; que se active una red de apoyo familiar, social.
Hay que reparar para generar esperanza y la construcción creativa y valiente de nuevos futuros con amor, dignidad, alegría y libertad.
(***) Reproducción autorizada de la publicación, en marzo 2023, en la Revista https://www.maxionline.ec/
“El árbol de la vida”, 1909, de Gustav Klimt.
Bibliografía mínima:
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