Arte y literatura

Derek Walcott (23 de enero de 1930, Castries, Santa Lucía– 17 de marzo de 2017, Bandera de Santa Lucía Santa Lucía o Gros Islet, Santa Lucía)

El amor después del amor

El tiempo vendrá

cuando, con gran alegría,

tú saludarás al tú mismo que llega

a tu puerta, en tu espejo,

y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro,

y dirá, siéntate aquí. Come.

Seguirás amando al extraño que fue tú mismo.

Ofrece vino. Ofrece pan. Devuelve tu amor

a ti mismo, al extraño que te amó

toda tu vida, a quien no has conocido

para conocer a otro corazón,

que te conoce de memoria.

Recoge las cartas del escritorio,

las fotografías, las desesperadas líneas,

despega tu imagen del espejo.

Siéntate. Celebra tu vida.

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Puedo sentirla viniendo de lejos

Puedo sentirla viniendo de lejos, también, Mamá, la marea

desde el día ha pasado su vez, pero aún noto

que como una gaviota blanca relampaguea sobre el mar, su lado inferior

atrapa el verde, y yo prometo usarlo después.

La imaginación ya no se aleja con el horizonte,

mas no hace sino volver. En el borde del agua

devuelve cosas limpias y fregadas que el mar, a modo

de basura, ha blanqueado, casto. Escenas dispares.

Las casas de los esclavos, azul y rosa, en las Vírgenes

bajo los vientos alisios. Mi nombre atrapado en

la almendra de la garganta de la abuela.

Un patio, un viejo bronceado con bigote

como el de un general, un chico dibujando hojas de aceite de castor

con mucho detalle, esperando ser otro Alberto Durero.

Los he mimado más que a la coherencia

mientras la misma marea para los dos, Mamá, se aproxima –

las hojas de parra poniendo medallas a una vieja cerca de alambre

y, en el patio pecoso de sombras, un anciano como un coronel

bajo las verdes balas de cañón de la calabaza.

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Fama

Esto es la fama: domingos,

una sensación de vacío

como en Balthus,

callejuelas empedradas,

iluminadas por el sol, resplandecientes,

una pared, una torre marrón

al final de una calle,

un azul sin campanas,

como un lienzo muerto

en su blanco

marco, y flores:

gladiolos, gladiolos

marchitos, pétalos de piedra

en un jarrón. Las alabanzas elevadas

al cielo por el coro

interrumpidas. Un libro

de grabados que pasa él mismo

las hojas. El repiqueteo

de tacones altos en una acera.

Un reloj que arrastra las horas.

Un ansia de trabajo.

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En los otros ochenta, cien veranos que marcharon

En los otros ochenta, cien veranos que marcharon

como la luz de un paraíso doméstico, la idea del cielo

de un hedonista era el aparador de una cocina francesa,

manzanas y garrafas de arcilla de Chardin a los Impresionistas,

el arte era une tranche de vie, queso o pan horneado en casa-

la luz, en su opinión, era lo mejor que el tiempo ofrecía.

El ojo era la única verdad, y aquello que atraviesa

la retina se desvanece al amanecer; la profundidad de nature morte

era que la propia muerte es sólo otra superficie

como el lienzo, pues pintar no puede capturar el pensamiento.

Cien veranos que se fueron, con el acordeón que hace olas,

faldas almohadilladas, grupos en botes, golpes blancos como zinc en el agua,

muchachas cuyas mejillas ruborizadas no sobrevivieron a sus rosas.

Entonces, como tubos desecados, los soldados retorcidos

se amontonaron en el Somme y Verdun. Y los muertos

menos reales que una explosión fatal de crisantemos,

idéntico carmesí para la naturaleza muerta y la matanza

de jóvenes. Tenían razón -todo le vale

al pintor con su caballete puesto como un fusil en los hombros.

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Las gaviotas discuten con el rocío de las olas

Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los rabihorcados

hacen círculos durante horas, en un batir de alas, alrededor del arrecife

donde un pontón se oxida. Un año ha finalizado sus tormentas, y los hombres

llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras,

o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como

hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas

cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La mar,

que se precia de que ningún hombre la marque,

aún ofrece tales lugares para la pluma egoísta,

y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la república

del pólipo fue construida para nosotros -cuevas hipnotizadas

que se agitan con la luz de la ola, jaras que blanquean

con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.

Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción

de los bancos de arena cañoneados por las olas,

y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí

porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra

sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos

escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.