Diego Tapia Figueroa, Ph.D. y Maritza Crespo Balderrama, M.A.(septiembre, 2019)
“Lamentar un infortunio pasado y que ahora no existe es la vía más segura de crearse otro infortunio”.(William Shakespeare)
Cada día la tristeza (como otras emociones) se presenta en las relaciones sociales como parte de la compleja condición humana y adquiere, con frecuencia, un poder abusivo y cruel, que tiraniza, oprime y roba la vida de las personas. Es un desafío interrogarse de manera auténtica sobre lo que construye la consciencia ética: ¿desde qué sentimiento decido proponerme y comunicarme en cada relación: desde la queja, desde la tristeza, desde la ira, desde la alegría?
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS):
Se estima que cerca de 50 millones de personas en la región de las Américas viven con depresión…La depresión es la principal causa de problemas de salud y discapacidad en todo el mundo…La depresión nos afecta a todos. No discrimina por edad, etnia o historia personal. Puede dañar las relaciones, interferir con la capacidad de las personas para ganarse la vida, y reducir su sentido de la autoestima…la depresión afecta a más de 300 millones de personas. En el peor de los casos puede llevar al suicidio. Cada año se suicidan cerca de 800.000 personas, y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo etario de 15 a 29 años.
Hay contextos sociales, económicos, culturales, familiares que crean y contribuyen a acentuar las experiencias y sensaciones de tristeza. Por ejemplo, en nuestro trabajo psicoterapéutico, la evidencia nos demuestra que muchas de las personas que atraviesan estas crisis de tristeza profunda que les paraliza, de depresión constante, fueron víctimas de abuso sexual en su niñez o adolescencia. O, que fueron y han sido víctimas de abuso sexual emocional, por parte de personas significativas de su contexto familiar y relacional. Han sido personas maltratadas, abandonadas y no protegidas y no aceptadas ni reconocidas ni legitimadas por sus padres; o saqueadas y vampirizadas emocionalmente por sus padres, parientes, parejas, amigos. No se han sentido amadas, aceptadas, reconocidas.
La dictadura de la moda contemporánea, que obliga y amaestra para presentar una fachada de perenne e hipócrita pseudo felicidad: de un lado los “exitosos-felices-consumidores” y del otro los “perdedores-improductivos-deprimidos”; un deber ser feliz 24/7, impide que se hable de estas complejas y dolorosas experiencias; fachada acompañada de manuales de autoayuda mercenaria, que son un embudo vulgar y tonto por el que deben pasar todas las personas. O, casi siempre se escoge el camino de recetar fármacos -lo que al parecer también está de moda- que llenan de zombis las familias y la sociedad en lugar de poner palabras al dolor. No incentiva el pensamiento crítico ni el diálogo reflexivo para crear alternativas responsables; y, al no hablar se deshumanizan las relaciones y la depresión impera y enajena.
¿Qué pasa cuando llegan períodos en donde el tono de humor es más bien confuso, y si algo se siente es tristeza, incertidumbre, cansancio, rabia, amargura, impotencia, vergüenza, derrota, vulnerabilidad y frustración? La sociedad ecuatoriana no se caracteriza por generar contextos de bienestar, respeto y alegría. Se constata cotidianamente que en este país las condiciones de vida no mejoran para la mayoría de la población. Es un contexto complejo y difícil, en donde la lucha diaria para vivir con dignidad, no produce los resultados esperados; a menudo es desgastante y desmoralizador. El poder y los privilegios en manos de castas de corruptos y mafiosos, el bienestar solo para una minoría y las mayorías excluidas, disciplinadas, marginadas, oprimidas son el contexto de este mundo con jerarquías, que se venden y aceptan como normales, naturales y eternas.
Las personas que empiezan a ser esclavas de su depresión, sienten que valen poco, esperan el rechazo de los demás, su maltrato y engaño. Se encierran en la desconfianza, las ganas de nada, el cansancio, el sueño, en el aislamiento. Hay una voz interior que martilla, con la misma dolorosa y desesperante cantaleta: “eres inservible, no vales, no te mereces nada bueno, no puedes, tus ideas son pésimas, tus sentimientos son basura, eres despreciable, todo irá peor”, etc. Esta sensación de vacío se experimenta como una derrota que confirma el propio fracaso existencial. Estas personas se sienten culpables, se juzgan y condenan a la infelicidad; van por el mundo y la vida, casi pidiendo perdón por existir. Sus miedos las hacen personas pusilánimes, pueriles, dependientes de los abusadores o abusadoras de turno.
Las personas que se dejan tiranizar por la tristeza, y casi parecen autocomplacerse en esa profunda y perenne tristeza, son profundamente desconfiadas. No confían ni en su propia sombra. Ven con envidia y rencor el amor que reciben otros; los logros y el bienestar de los otros, lo experimentan como un insulto, una agresión personal. Con frecuencia las personas que se acostumbran a este estado de cosas: sufrir, llorar, considerarse lo peor, aislarse, agonizar en su letargo y excluir a los otros de sus vidas, buscan establecer relaciones de pareja o de amistad o familiares de enorme dependencia y codependencia: “sin ti me muero”, es su slogan; al que agregan en su interior: “contigo, me tengo que morir o dejar morir, o al menos, impedir tu vida libre de mí”. Tienen expectativas irreales, idealizan las relaciones, e infantilizan esas relaciones. Exigen y esperan obligatoriamente solo la perfección; y, todo detalle imperfecto es visto como traición, inconsecuencia, deslealtad y juego sucio. Son feroces e implacables en su petición de perfección a sus parejas, amigos y familiares (y a sí mismos).
Atormentados por la depresión no admiten errores, debilidades y contradicciones propias de la compleja y vulnerable condición humana. No aceptan ni admiten ni tienen tolerancia a la frustración; y, cuando se frustran se desencadena una reactividad destructiva y autodestructiva; resentimientos permanentes; desconfianzas irreversibles. Viven alimentándose de prejuicios; los límites relacionales éticos les parece una evidencia más de la injusticia contra ellos/as. Se niegan a trabajar para generar la mejor versión de sí mismos/as.
Mantienen relaciones, que les confirman algo cruel e injusto (y que no es verdad): que son basura, que son un basurero, un depósito de la basura de los demás. La capitulación como sujetos de derechos, con su propia subjetividad. Y, terminan de desgastarse y perder su dignidad y libertad, inventando coartadas, pretextos y justificaciones para sus viles, crueles, cínicos e injustos verdugos. Amos-verdugos a los que “aman”.
Víctimas profesionales
Estas personas se colocan la depresión como una medalla y demandan caprichosamente, de forma abusiva e irracional, y con arraigado resentimiento, ser complacidas, obedecidas y sobreprotegidas como una muestra de un auténtico interés, afecto y respeto. Se sienten justamente oprimidas por historias de malos tratos e irrespetos familiares, de pareja o de sus redes de amigos y sociales; al mismo tiempo, asumen una posición de víctima, que desde su auto victimización constante, chantajea emocionalmente a los demás, los culpa de su parálisis, los responsabiliza de su miedo a la vida. Y, aprenden algo triste: que la víctima puede ejercer un enorme poder sobre los otros, que puede tiranizar a los otros, con su triste “ser víctima profesional”. Pueden ser inteligentes, y eligen vivir tontamente.
Al presentarse como víctimas, al dar pena, al tocar la mala conciencia de los que pueden valorar la vida obtienen “ganancias”: ser el centro de la atención; colonizar el tiempo y el espacio de los demás; oprimir con su egoísmo y ceguera. Solo su dolor hipertrofiado existe y debe ser escuchado y consolado, el de los demás es una molestia, que no les interesa, al que son indiferentes, o les incomoda y molesta. Se han enamorado de su voz quejosa y enojada, apasionados/as en rumiar su triste derrota, su resignación, sus renuncias. “Los demás nacieron con estrella, yo nací estrellado/a”. Prisioneros de un monólogo repetitivo, sordo y ciego al contexto, a las transformaciones, a la vida.
Los personajes tristes experimentan el no ser. Sus sentimientos y sensaciones son de vacío y su vida no tiene sentido. No reconocen en sí mismos/as ningún recurso, cualidad, valor, importancia, mérito, capacidad, inteligencia. El mundo es una amenaza y las demás personas, potencialmente enemigos y malvados. No encuentran placer en ninguna actividad humana. No gozan (y sabotean a los demás) a plenitud del sexo, del comer o del dormir, el estudio, el trabajo, el tiempo libre; sentir alegría les parece incoherente; no disfrutan ni dejan disfrutar. Y, si alguna vez pasa, sienten miedo y se culpan. No se concentran, ni logran estar realmente presentes en ninguna comunicación, acción, ni relación. Eligen la desconfianza como su compañera. Viven bajo la tiranía del miedo a ser juzgados, rechazados, cuestionados, a comprometerse con el otro.
Dejan de sentir
Las personas que eligen como compañía permanente la depresión, se dejan consumir por la vergüenza y, para sobrevivir, se convierten en actores y actrices consumados, en el arte de mostrar una máscara, una fachada de supuesto bienestar, intentando ocultar con un esfuerzo enorme su ansiedad, angustia, miedo, culpa: creen que, engañando a todos, podrán con esta mentira emocional que los desgasta, se imaginan que podrán pasar desapercibidos. Son personas expertas en decir solamente cosas negativas a los demás, expertas en buscar el “pero”, el déficit; minimizan los logros de los demás, o los ridiculizan, se niegan a reconocer las buenas intenciones, a valorar el afecto que reciben, son expertas en el rechazo; y se convierten en personas agresivas, negativas, violentas en su lenguaje, y difíciles de satisfacer. Se callan envenenándose y obligan a callar a los otros.
Temen la intimidad con los demás; se estresan a cada momento y con cualesquier situación y contexto; no dejan espacio para un poco de paz en su mente, en su cuerpo, en sus palabras, en su silencio, en sus relaciones; se refugian en pensamientos negativos y repetitivos, que “les encanta” rumiar hasta quedar sin energía. Quieren controlar cada relación, y a la vez, temen construir vínculos significativos. Con su aislamiento, su tristeza infinita, su aceptar vivir bajo la tiranía del miedo y la culpa, llegan a un punto crítico: dejan de sentir. Eligen el drama y se desperdician sin criterio.
El desafío es conectarse, quererse y aceptarse a sí mismo, comprometerse a confiar en uno mismo y en los demás, a elaborar, conscientemente, la creencia de que soy bueno como ser humano; sin desechar mis contradicciones, debilidades y errores humanos.
Somos seres relacionales, que nos construimos con el otro, con las historias que contamos a los otros de nosotros y las que los otros cuentan sobre nosotros. Somos lo que creemos que somos. Cuando podemos cambiar nuestras conversaciones y transformar los significados de nuestras experiencias y resignificarlas, nuestras creencias negativas sobre nosotros mismos y el mundo, transformamos la calidad de nuestras vidas. Este movimiento relacional influye en nuestro contexto: cuando aprendemos modos de incrementar nuestra mirada asertiva, con reflexiones creativas y positivas también realzamos las vidas de los demás. Enfrentar y atravesar la depresión no depende de llegar a ser esto o aquello, sino de aprender a gozar de lo que uno es y de lo que se puede llegar a ser con los demás.
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