Nuestro blog

Descripciones sobre la depresión y algo más (segunda parte)


                       Diego Tapia Figueroa, Ph.D.  y Maritza Crespo Balderrama, M.A.(septiembre, 2019)


                                      “Dad palabra al dolor: el dolor que no habla, gime en el corazón hasta que lo rompe”

(William Shakespeare) 

Cargador de flores, 1953, de Diego Rivera.

Las estadísticas sobre estos temas abruman y nos cuestionan: cada 40 segundos (cada 40 segundos), una persona, en algún lugar del mundo, decide dejar de vivir, se suicida. Esta sociedad es una sociedad de muerte, con una estructura social hecha para la muerte y, para la mayoría de la población, muerte cruel e injusta. Recuperando otras perspectivas, que nos permitan contextualizar esta grave situación, los invitamos a seguir reflexionando con nosotros. Por supuesto, en la siguiente entrega presentaremos opciones para la terapia en estas situaciones, si bien está claro que si algo aporta y sirve es hablar, escuchar sin interrumpir, querer comprender lo complejo, no juzgar, conectarse con el otro.

El mal existe y es la ausencia de amor. Juan Luis Linares, terapeuta español, cita a Maturana, quien sostiene: “Somos criaturas amorosas y enfermamos cuando el amor se bloquea”; Linares habla de desconfirmación, uno de los fenómenos relacionales más destructivos, puesto que se trata de la negación de la existencia de alguien. Es cuando un ser humano experimenta la vivencia de que personas extraordinariamente importantes, de las que depende su supervivencia, lo olvidan, lo pierden de vista, dejan de percibir sus necesidades propias…En definitiva, que no lo consideran como individuo, sino como un instrumento o una prolongación de sí mismos. En esa atmósfera de descalificación, de desnutrición amorosa, especialmente los niños y adolescentes se quiebran por dentro.

El terapeuta John Bradshaw, al explicar su concepto de vergüenza tóxica sostiene que quien está esclavo de la vergüenza tóxica posee esa sensación de que los otros lo desaprueban y que no cumple con todos los requisitos. Está convencido que existe algo malo en sí mismo y que no hay nada que pueda hacer al respecto; que es un ser inadecuado y defectuoso. 

Un individuo dominado por la vergüenza tóxica mantiene una relación de odio consigo mismo. La vergüenza tóxica provoca un sentimiento de fracaso, le hace sentir indigno, le convence que ha fallado como persona; es una ruptura con uno mismo. El individuo se desprecia a sí mismo, y considera que no es digno de su propia confianza ni de la confianza de los demás. La persona se ve atormentada por una sensación de ausencia, vacío y desesperación. 

La depresión narra la crisis no resuelta de una persona con su contexto social y relacional. El estado depresivo es aquel en que perdemos interés y placer con respecto a lo que nos circunda, nos sentimos a pedazos, nos convencemos que no contamos para nada. Es un sufrimiento infinito, una pérdida de iniciativas, una sensación permanente de dolor y desesperación, un vacío que produce sólo ansiedad y que impide, a quien está deprimido, establecer cualquier tipo de relación entre su depresión y los acontecimientos de su vida.

El aporte de Giovanni Jervis, psiquiatra italiano (un psiquiatra muy distinto al común de los psiquiatras, psicoterapeutas y expertos de cualquier escuela) nos será muy útil para comprender el proceso depresivo. Sostiene Jervis (a quien reproducimos in extenso, en nuestra adaptación) que la depresión es un desequilibrio del tono de humor. El tono del humor, es decir el equilibrio entre depresión y euforia, es el más frágil e inestable de todos los equilibrios psíquicos. Un cierto grado de euforia es un aspecto constitutivo del deseo de vivir, y probablemente sea indispensable para hacer proyectos o incluso vislumbrar el futuro. O, viceversa, poder hacer proyectos y vislumbrar el futuro es necesario para un justo “equilibrio eufórico” del humor.

Dice Jervis, que las “personalidades depresivas” son personas raramente alegres, que tienden al pesimismo, tienen escasa confianza en sí mismas y son poco agresivas: se dedican, en general, con diligencia, entrega y profundidad a sus tareas porque tienen un fuerte sentido del deber, pero muestran escaso entusiasmo y escasa creatividad; arriesgan poco y construyen lentamente; disfrutan con las pequeñas cosas.

Proyectarse hacia el futuro significa no estar deprimido

Los padres tendencialmente deprimidos someten a sus hijos a un clima familiar poco alegre y a una educación rígida y culpabilizadora, que facilitan su futura depresión. En la edad madura suele ser más frecuente la depresión: aparece una crisis de la normal capacidad de proyectarse hacia el futuro y, proyectarse hacia el futuro significa no estar deprimido.
Quien está verdaderamente deprimido se siente arrasado y ha perdido toda esperanza de poder liberarse de su condición. En general, la persona deprimida no suscita simpatías, sino fastidio, enojo y agresividad. Los “buenos consejos” para la persona deprimida abundan (y no sirven), el animarle a que se divierta, el decirle que deje de pensar en ello, que se consiga pareja, trabajo; una actitud semejante, que, además, siempre está teñida de hostilidad y de impaciencia, no solo no le resulta útil, sino que tiende en general a culpabilizarle más de su estado de ánimo, a hacerle sentir más impotente y solitario/a, más desprovisto de esperanza.

En general, la depresión es vivida por el individuo como una actitud de absoluto realismo respecto a la propia situación vital o a la condición humana en su conjunto. En otras palabras, el deprimido suele sostener que tiene todos los motivos para estar así. No siempre carece de razón. Lo importante es que el deprimido, sea cual fuere la causa y la legitimidad de su depresión, se halla en un estado de sufrimiento que siempre hace justificado y significativo un intento de apoyo (lo que no significa asumir el rol de “salvador”, para terminar crucificado).

Sostiene Giovanni Jervis que, el deprimido no sólo es una persona triste: le caracterizan, además, la desconfianza y la falta de aprecio en sí mismo, el sentimiento de culpa, la incapacidad de expresar la agresividad, el encerrarse en sí mismo, la necesidad de autocastigo. El deprimido es, además, una persona que no consigue imaginar el futuro. Carente de confianza en la vida, totalmente pesimista sobre cualquier posibilidad, privado de creatividad y de fuerza, es incapaz de proyectarse en el tiempo y de formular proyectos concretos: así pues, no puede ni imaginar la superación de su tristeza, porque su vida es un eterno presente, desprovisto de perspectivas, de posibilidades y de alegría. El mundo se le antoja incoloro, uniforme, petrificado: los sentimientos han muerto, y la muerte está por doquier, en su cuerpo y en las cosas.

La jornada típica del deprimido grave es un abismo de dolor; el tiempo se eterniza. El deprimido siente permanente dificultades en dormirse y con gran facilidad se despierta muy pronto por la mañana, con una sensación de profunda angustia. La idea de tener que pasar el día le asusta: no consigue imaginarse cómo conseguirá llenar unas horas que se le antojan vacías, inútiles y desprovistas de sentido. El sentimiento de tristeza y de inutilidad que experimenta le sugiere inevitablemente la imagen de la muerte como una liberación. El individuo deprimido está abrumado por sus propios errores, las propias culpas, las propias limitaciones. Con exasperado rigor moral, no consigue disculpar nada de su pasado, pero tampoco la situación presente. Existe en él, la imposibilidad de encontrar el más mínimo interés en cualquier cosa y, por tanto, en concentrarse y trabajar; mucho menos de disfrutar.

Depresión y ansiedad

Explica Giovanni Jervis que muy frecuentemente, la depresión va acompañada de la ansiedad. Depresión y ansiedad son dos estados de ánimo afines, pero claramente diferenciados. La ansiedad se trata de estar en espera de amenazas desconocidas, sufrimiento y temor ante posibles acontecimientos desagradables, en cambio, la depresión no se dirige al futuro sino exclusivamente al presente y al pasado: es remordimiento, dolor por las cosas perdidas, angustia no por la amenaza de un mal, sino por un mal irremediablemente actual.

El dolor de la depresión es tan intenso, tan constante el sentido de la inutilidad de la vida y tan presente el sentido de la pérdida del propio valor, que es raro que un deprimido no piense alguna vez en el suicidio aunque no siempre lo mencione. El mismo problema del suicidio y del ansia que esta posibilidad provoca en parientes y terapeutas, debe discutirse con la persona deprimida; en muchos casos puede resultar oportuno, responsabilizar al deprimido sobre este punto, diciéndole y haciéndole entender que es libre, y que nadie, si realmente lo desea, puede impedirle que se suicide. Una actitud de este tipo (que implica respeto, serenidad y templanza) puede ser útil asimismo para romper el frecuente círculo vicioso de ansias, amenazas y chantajes psicológicos entre la persona deprimida y los familiares.

El deprimido se vive a sí mismo como indigno, muerto e inútil; la auto condena es total: el deprimido esta “muerto”; se refugia en una moralidad de tipo absoluto, un valor externo del que no es dueño, y por el cual sólo puede ser aplastado. En la depresión nada evoluciona; el tiempo se ha detenido. El sentimiento de culpa de la depresión es tal que el individuo se corta de raíz la posibilidad de reaccionar, de combatir contra una situación difícil; se siente inducido a pensar que esta situación no sólo es inevitable, sino que también es justa, y que su deber es vivirla hasta el fondo. Esto no significa que no quiera salir de su sufrimiento: significa, más bien, que no consigue imaginar un legítimo modo de ser, diferente de este dolor.

El deprimido en ocasiones se adapta y se esmera en perpetuarse en su papel de persona desgraciada y afligida; pero con mayor frecuencia y más típicamente no sale del duelo, por una voluntad de auto clausura auto punitiva. El insomnio del deprimido, por ejemplo, está hecho de arrepentimiento y de autoacusaciones, pero también de una exacerbada tensión moral; el deprimido se niega a sí mismo cualquier posible relajamiento, cualquier derecho a olvidar, ni siquiera durante las escasas horas de sueño.

Agrega Giovanni Jervis, que lo que siempre es específico de la situación psicológica del deprimido no es tanto el no conseguir descubrir alternativas como el no conseguir descubrir las conexiones (sociales-relacionales) de aquella situación vital dolorosa o decepcionante que lo tiraniza con la depresión. Quien no consigue descubrir en la sociedad y en la historia el designio más amplio en que se inscribe su propia condición de vida, está abocado a encerrarse en sí mismo, y en buscar las causas del mal en su interior. Así pues, el deprimido no se considera tan culpable de la propia depresión como de haber construido (en cuanto individuo aislado) una existencia en la que ya no cree.

En la persona deprimida, en su infancia y en su historia de vida, aparece siempre la formación de una moral particular, de un “deber ser” rígido, perfeccionista, absolutista, dogmático y punitivo; lo oprimen los prejuicios y el no construir nuevos sentidos y significados.

¿Ayudan los fármacos, las medicinas antidepresivas?

Según el psicoterapeuta italiano Luigi Cancrini (también lo reproducimos in extenso, en nuestra adaptación), las pastillas ponen en movimiento, en el bien y en el mal, mecanismos de negación; las pastillas inducen, tanto en el “paciente” como en sus familiares, a la idea de que el objetivo crucial de la intervención terapéutica sea el de mantener al margen la crisis y no aquel de afrontar el drama de la persona que sufre.

Según Cancrini, el problema del uso de las pastillas antidepresivas es la facilidad con la cual se prometen soluciones fáciles e irreales a quienes tienen miedo de no lograr salir de la crisis a base de su propio compromiso responsable con un proceso terapéutico consistente. El uso de los antidepresivos es similar a la posición de los quirománticos, astrólogos, magos y sanadores de todo tipo: la capacidad de hacer creer que las dificultades del individuo deprimido dependen de factores misteriosos y a la posibilidad de su propia intervención activa.

A menudo, el dar respuestas químicas estandarizadas a cierto tipo de depresiones, no ayuda a la persona a entender y a llegar a la raíz de su propio malestar. Puede mantenerla artificialmente en un limbo, alejándola de su atención a lo que debe poner en palabras y a las relaciones que necesita transformar; y la depresión regresará en otro momento, de una forma inevitablemente más dramática. Con las píldoras antidepresivas se mantiene en calidad de “zombies” y con la conciencia narcotizada a las personas deprimidas; se les impide la opción de confrontar su dolor, actuar diferente y transformarse responsablemente.

Según Cancrini, el uso indiscriminado e irresponsable de pastillas antidepresivas tiene como consecuencia el no incidir sobre el auténtico dolor de la persona, alejarse de él, volverlo menos natural, más difícil de expresarlo. A quienes solamente recetan pastillas, con frecuencia lo que es evidente que les falta completamente es la capacidad de escuchar el real sufrimiento de la persona deprimida. El dolor del otro nos recuerda el nuestro, aquel que no somos capaces de admitir ni reconocer, aquel que negamos.

La persona que viene colonizada por las recetas de estos médicos y psiquíatras, en lugar de ser apoyada para atravesar esta etapa dolorosa, buscando comprender su contexto emocional y sus relaciones con los demás, viene empujada a negar su realidad, para protegerse; y, se estanca, se congela en su sufrimiento. Así por el uso de fármacos, recurren a la negación para no reconocer el sentido relacional y social, las razones profundas y complejas de su tristeza; píldoras que repiten los nudos relacionales y los perpetúan, que impiden expresar el conflicto en el que están involucrados.

Con frecuencia los fármacos sirven sólo para esconder y enmascarar los asuntos difíciles de las relaciones, para perder tiempo y son un excelente negocio para las farmacéuticas y sus expertos privilegiados servidores, que viven muy bien del dolor de los demás. Le roban el derecho a que la persona deprimida exprese sus sentimientos: una rabia que no puede ser expresada ni vivida hasta que queda escondida y ahogada atrás de la costra envenenada de las píldoras antidepresivas.

La miseria humana que multiplica esta sociedad capitalista orientada con fundamentalismo a sostener las jerarquías, vacía espiritualmente a las personas más sensibles y a las más vulnerables; excluye y estigmatiza su diferencia y rebeldía; les impone la cómoda máscara de la “enfermedad”, que deben diagnosticar y medicar los “expertos” en el control social para que “todos” parezcan y actúen como si fuesen felices. En este juego de apariencias, el poder margina, oprime y silencia política y socialmente las preguntas complejas con las que toda persona “con depresión” nos interpela.

Continuará en 15 días…

Ver: Luigi Cancrini, Date parole al dolore. La depressione: conoscerla per guarire, Editore: Frassinelli; 4 edizione (1 settembre 2003)


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