Por ninguna parte veo un dios de la vida, veo sólo ciegos que adornan sus crímenes con dios”.
Lo concreto
La conciencia más temprana de lo concreto llegó con la lectura de Robinson Crusoe, a los siete años. Ese hombre solitario en una isla, que tiene que recolectar o hacer él mismo todo lo que necesita para vivir. El individuo tiene tanta importancia, se carece de tanto, falta tanto, que cada detalle necesario para la vida importa. Desde entonces, lo concreto ya nunca perdió importancia para mí. A veces pasaba a segundo plano, en el curso de los muchos procesos de aprendizaje que conforman la juventud, pero enseguida era reavivado por una nueva y decisiva intervención. Quizá el impulso más fuerte que recibí en esa dirección fueron los cuadros de Brueghel, en Viena. Los conocí cuando regresé a Viena con diecinueve años, y eran tan distintos de todos los demás cuadros que había visto hasta entonces, que durante un tiempo iba todos los días al Kunsthistorisches Museum y pasaba horas y horas delante de ellos. Las innumerables figurillas de sus cuadros eran tan aprensibles como objetos. Su variedad y riqueza eran tales, que uno no podía cansarse de verlos. Brueghel fue entonces para mí el más importante de los pintores. Y más que eso: se convirtió en el maestro de lo concreto. Al mismo tiempo, se trataba de un reconocer y ponderar materias. Uno de los principales estímulos de la Química, que estudiaba en aquellos años, es ese trato con sustancias tangibles. Iba todos los días al laboratorio, y pasé un primer año ocupado en análisis cualitativos y un segundo en análisis constatativos. No había mucha distancia de la Facultad de Química a los Brueghel, iba a verlos siempre que podía, aunque solo fuera una hora. De ese modo, estuve expuesto a dos influencias muy distintas que, no obstante, incidían al mismo tiempo sobre mí, y que se pueden entender como un ejercicio de lo concreto. En Brueghel admiraba la exactitud de la observación, y trataba de hacer lo mismo en el círculo de mi propia vida. Pero no puedo decir que mi tendencia a la observación concreta, que entonces se vio sin duda reforzada, surgiera en ese momento: ya estaba ahí antes. Creo que fue provocada por los traslados a otros países, ya durante la primera infancia. Nunca estábamos más de algunos años en una ciudad: seis años en Bulgaria, dos años en Inglaterra, tres en Viena, cinco en Zúrich, tres en Frankfurt… Nuevas lenguas, nuevos colegios, nuevos compañeros de clase, nuevos profesores… Era imposible no prestar atención a las diferencias entre las experiencias anteriores y las nuevas. Casi diría que era vital hacerlo cuando se trataba de nuevas lenguas. El cambio frecuente, el viaje temprano, le daba a uno un sentimiento de lo lineal, de la convivencia entre muchos objetos, criaturas y costumbres, con derecho a existir todas ellas. Todo lo que terminaba demasiado pronto me parecía una limitación y un empobrecimiento. La lectura de viajes de exploradores, una auténtica pasión, me reforzó esa tendencia a una dedicación plural al mundo. Junto a las experiencias propias, sin duda ya abundantes, y a la lectura, yo sabía que había infinidad de cosas más, y también eso se podía experimentar, aún estaba esperándome. Me habría sido imposible hacer como si no existiera sólo porque aún no lo conocía. La sensación de la multiplicidad de lo vivible, del carácter abierto del mundo, se hizo tan fuerte que desconfiaba de todo sistema cerrado. Siempre que sentía que estaba a punto de enredarme en un sistema me salvaba dando un repentino salto, tan fuerte como si me fuera la vida en él.
«El bibliófago» de Elías Canetti
El Bibliófago lee todos los libros sin distinción, siempre que sean difíciles. Los que se comentan no lo dejan satisfecho, han de ser raros y olvidados, difíciles de encontrar. A veces se pasa un año buscando un libro porque nadie lo conoce. Cuando al final lo encuentra, lo lee de un tirón, lo entiende, lo memoriza y puede citarlo siempre. A los diecisiete años tenía ya el mismo aspecto que ahora, a los cuarenta y siete. Cuanto más lee, menos se transforma. Todo intento de sorprenderlo con un nombre fracasa, es igualmente versado en cualquier campo. Como siempre hay cosas que ignora, no se ha aburrido nunca. Procura, eso sí, no citar algo que desconozca, no vaya a ser que otro se le adelante en la lectura.
El Bibliófago es como un arcón que nunca se ha abierto para no perder nada. Teme hablar de sus siete doctorados y sólo cita tres; muy fácil le resultaría sacar cada año uno nuevo. Es amable y le gusta hablar; para poder hablar también cede a otros la palabra. Cuando dice: «No lo sé», cabe esperar una conferencia detallada y erudita. Es rápido, porque siempre busca gente nueva que lo escuche. No olvida a nadie que lo haya escuchado, el mundo se compone, para él, de libros y de oyentes. Sabe apreciar debidamente el silencio ajeno, él mismo sólo calla unos instantes antes de iniciar un discurso. En realidad, nadie quiere aprender nada de él, pues sabe muchas otras cosas. Propaga incredulidad, no porque nunca llegue a repetirse, sino porque jamás se repite ante el mismo oyente. Sería entretenido si no abordara siempre algo distinto. Es justo con sus conocimientos, todo cuenta, ¡qué no daríamos por descubrir algo que le importe más que el resto! Pide excusas por el tiempo que, como la gente normal, dedica al sueño.
Con gran expectación y deseando pillarle al fin una patraña vuelve uno a verlo después de varios años. Inútil esperanza: aunque aborde temas totalmente distintos, sigue siendo el mismo hasta la última sílaba. Entretanto, a veces se ha casado o ha vuelto a divorciarse. Sus mujeres desaparecen, siempre han sido un error. Admira a quienes lo animan a superarlos, y en cuanto los supera, da con ellos al traste. Nunca ha ido a una ciudad sin antes leerlo todo sobre ella. Las ciudades se adaptan a sus conocimientos, corroboran lo que ha leído, no parece haber ciudades ilegibles.
Se ríe de lejos cuando se le acerca algún necio. La mujer que quiera ser su esposa deberá escribirle cartas pidiéndole información. Si le escribe con la suficiente frecuencia, él sucumbirá y querrá tener siempre a mano sus preguntas.
Canetti, Elías. El testigo de oído: cincuenta caracteres. Madrid: Anaya & Mario Muchnick, 1997.
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