Dispersos en dispersas capitales, solitarios y muchos, jugábamos a ser el primer Adán que dio nombre a las cosas. Por los vastos declives de la noche que lindan con la aurora, buscamos (lo recuerdo aún) las palabras de la luna, de la muerte, de la mañana y de los otros hábitos del hombre. Fuimos el imagismo, el cubismo, los conventículos y sectas que las crédulas universidades veneran. Inventamos la falta de puntuación, la omisión de mayúsculas, las estrofas en forma de paloma de los bibliotecarios de Alejandría. Ceniza, la labor de nuestras manos y un fuego ardiente nuestra fe. Tú, mientras tanto, forjabas en las ciudades del destierro, en aquel destierro que fue tu aborrecido y elegido instrumento, el arma de tu arte, erigías tus arduos laberintos, infinitesimales e infinitos, admirablemente mezquinos, más populoso que la historia. Habremos muerto sin haber divisado la biforme fiera o la rosa que son el centro de tu dédalo, pero la memoria tiene sus talismanes, sus ecos de Virgilio, y así en las calles de la noche perduran tus infiernos espléndidos, tantas cadencias y metáforas tuyas, los oros de tu sombra. Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra un sólo hombre valiente, qué importa la tristeza si hubo en el tiempo alguien que se dijo feliz, que importa mi perdida generación, ese vago espejo, si tus libros la justifican. Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos que ha rescatado tu obstinado rigor. Soy los que no conoces y los que salvas.
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