Arte y literatura

Marcel Proust: la frase más larga de la literatura.

Los siete tomos de «En busca del tiempo perdido» constituyen la aventura literaria de largo aliento más formidable del siglo veinte. Más de doscientos personajes habitan en sus páginas (en “La Guerra y la Paz”, de León Tolstoi, pueden encontrar 500 personajes). «En busca del tiempo perdido», es una gran reflexión sobre el tiempo, un tiempo psicológico, el recuerdo, el arte, las pasiones y la complejidad de la condición humana. Con su narración en espiral, el fluir proteico de la conciencia logra el movimiento de la sensibilidad, la inteligencia subjetiva, la imaginación y la creatividad gracias a la generosa y prodigiosa memoria de su narrador omnisciente.

El mejor exponente de los enunciados de largo recorrido es por antonomasia el novelista francés Marcel Proust (10 de julio de 1871, Neuilly-Auteuil-Passy- 18 de noviembre de 1922, París), amante de las oraciones subordinadas, los incisos y las digresiones. Lo que realmente cuenta es la musicalidad del despliegue de este lenguaje profundo, con una introspección abocada a rescatar recuerdos nítidos y sensaciones; con su estilo onírico, genera esta memoria infinita que preserva del olvido, en interminables frases como esta, que organizan las experiencias del pasado que son presente, creando un cosmos de literatura viva.

Veamos este ejemplo de la frase, considerada como las más larga de la literatura. Es decir, una frase que tiene comas, pero no hay ni puntos seguidos ni un punto y aparte.

De “En busca del tiempo perdido. La prisionera-La cautiva

«Sofá surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, tapete brochado a juego elevado a la dignidad de persona desde el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Motalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristaladas puertas de La Raspèliere, adonde la habían llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el profundo valle de la * mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de violetas y de pensamientos al pastel, regalo de un gran artista amigo ya muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran talento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un arsenal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y que acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del destino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como allí, sistematizaba su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parecen salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo; en fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las cosas a las que añade su doble espiritual, dándoles así una especie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran en su corazón semejanzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, definían, delimitaban muebles y tapices, como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los tapices, y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de iluminación en el que predominaban los colores, esculpían, evocaban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del salón de los Verdurin».


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