“¿Quién soy yo?”
La amistad -fragmento final-
Una amistad única y particular rompe cualquier otra obligación; el secreto que juro no descubrir a otro puedo contárselo a mi amigo sin cometer perjurio, pues mi amigo no es otro, sino yo mismo. El duplicarse es ciertamente un milagro, y quienes hablan de triplicarse saben poco de lo que dicen. Nada es tan raro como poseer su semejante; quien crea que, dadas dos personas, quiero a la una lo mismo que a la otra, que ellas se quieren entre sí y me estiman a mí tanto como yo a ellas, multiplica en una confraternidad la unidad más singular, que es lo más difícil de encontrar en el mundo. El resto de aquella historia encaja bien con lo que yo decía, pues Eudomidas considera un favor a sus amigos el emplearlos en su servicio; los nombra herederos de su generosidad, que consiste en brindarles la ocasión de ofrecerle ayuda; y, sin duda, la fuerza de la amistad es más patente en el acto de Eudomidas que en el de Areteo.
En resumen: estos efectos no puede imaginarlos ni comprenderlos quien no los ha experimentado, y me hacen honrar sobremanera la respuesta que dio a Ciro un joven soldado a quien el monarca preguntó qué precio quería por el caballo con el que había ganado una carrera, y si lo cambiaría por un reino: «Lo cierto es que no, señor; pero lo daría de buen grado a cambio de conseguir un verdadero amigo, si yo encontrara un hombre digno de tal alianza». No está mal dicho ese «si yo encontrara», pues se tropieza uno fácilmente con hombres aptos para mantener una amistad superficial; pero en la otra, en la que se obra desde lo más hondo del corazón y sin ninguna reserva, es necesario que todos los mecanismos sean sólidos y seguros.
En las relaciones que poseen un único fin, solo hemos de ocuparnos de las imperfecciones que afectan de manera particular a dicho in. Nada me importa la religión que profesen mi médico o mi abogado; tal consideración nada tiene que ver con los oficios que constituyen su relación conmigo. Mantengo la misma indiferencia en el ámbito de las relaciones domésticas que sostengo con los criados que me sirven. Nunca me informo de la castidad de mi lacayo, me interesa más saber si es diligente; no temo tanto a un mulatero jugador, como a otro que sea imbécil, ni a un cocinero blasfemo, como a otro que nada sepa de su oficio. No me dedico en absoluto a dar instrucciones al mundo al respecto de lo que es preciso hacer, pues otros lo hacen de sobra; yo solo hablo de lo que me concierne.
En la mesa me decanto por lo agradable, no por lo prudente; en el lecho antepongo la belleza a la bondad; cuando estoy en sociedad prefiero al buen orador aun cuando no sea honrado, y lo mismo en otras cuestiones. De igual modo que aquel que fue sorprendido cabalgando sobre un bastón mientras jugaba con sus hijos rogó a la persona que le sorprendió que no se lo contara a nadie hasta que él fuese padre —suponiendo que el cariño que se apoderaría entonces de su corazón lo convertiría en un juez más equitativo de tal acto—, así quisiera yo dirigirme a quienes hubiesen experimentado aquello de lo que hablo; ahora bien, como soy consciente de lo mucho que esta amistad se aparta de la práctica común, no espero encontrar ningún juez tan equitativo. Los mismos discursos que la Antigüedad nos dejó sobre este asunto me parecen débiles en comparación con lo que yo siento a tal respecto; y, en este particular, los efectos superan los preceptos mismos de la filosofía.
Así el viejo Menandro consideraba dichoso al que había podido encontrar siquiera la sombra de un amigo; razón tenía para decirlo, en especial si hablaba desde la experiencia de haber encontrado alguno. Por mucho que mi vida, gracias a Dios, haya sido agradable, apacible y —salvo la pérdida de tal amigo— haya estado exenta de aflicciones graves, llena de tranquilidad de espíritu, un tiempo en el que he disfrutado de ventajas y facilidades naturales ya desde la cuna, sin buscar otras ajenas, si comparo mi vida entera con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y amistad de La Boétie, el resto de mi existencia no es más que humo, noche oscura y tediosa.
Desde el día en que lo perdí no hago sino languidecer; los placeres mismos que se me ofrecen, en lugar de aportarme algún consuelo, redoblan el sentimiento de la pérdida del amigo. Dado que lo compartíamos todo, tengo la sensación de estar robándole la parte que a él le correspondía.
x Me encontraba yo tan hecho, tan acostumbrado a ser siempre su doble en todas las cosas y lugares, que ahora no me considero más que la mitad de mí mismo.
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