A los diez años creía que la tierra era de los adultos. Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo, ir a donde quisieran. Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable. Ahora sé por larga experiencia el lugar común: en realidad no hay adultos, sólo niños envejecidos. Quieren lo que no tienen: el juguete del otro. Sienten miedo de todo. Obedecen siempre a alguien. No disponen de su existencia. Lloran por cualquier cosa. Pero no son valientes como lo fueron a los diez años: lo hacen de noche y en silencio y a solas.
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