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Procesos terapéuticos: algunos desafíos de los consultantes

Diego Tapia Figueroa, Ph.D. y Maritza Crespo Balderrama, M.A.

(mayo, 2020) 

“Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.” … ¿Qué es el infierno? Yo sostengo que es el sufrimiento de ser incapaz de amar.”

(Fiódor Mijáilovich Dostoyevski)

En la experiencia de dialogar en terapia con las personas que necesitan buscar otras perspectivas para sus nudos relacionales y generar opciones distintas que les permitan continuar sus vidas -liberadas de la ansiedad, angustia, dolor, culpa, miedo, crueldades e injusticias, etc., que les pueden estar tiranizando sus existencias-, que encuentren respeto social a su sufrimiento, y sobre todo, que generen transformaciones creativas y significativas en sus relaciones, hemos notado que hay distintos momentos (con todas las múltiples variaciones de cada singularidad, diferencia, cultura e historia) para comprender las dificultades de muchos consultantes cuando deciden emprender un proceso terapéutico.

  • Un primer momento de incertidumbre: suele ser el decidir comenzar la terapia, el atreverse a concretar la primera cita y asistir.

El enfrentar el temor a que un desconocido (profesional) les juzgue o critique o les imponga una etiqueta, que los estereotipe, silencie y condene. También, el miedo a “contar de verdad” todo, a hacer escuchar su propia voz, a decir su palabra verdadera, a romper el conformismo de las propias responsabilidades en los asuntos no resueltos o a dejar de encubrir las responsabilidades de otros (significativos) en esos asuntos no resueltos.

A que se enteren que va a terapia y le consideren loca/o, al qué dirán.

Y, finalmente, el riesgo de que más allá de hacer catarsis, la terapia vaya a significar la consciencia de la necesidad de transformaciones relacionales en la propia vida.

El cuerpo del minotauro vestido de arlequín 1936, Pablo Picasso
  • Un segundo momento de incertidumbre : suele ser el que los consultantes quieran comprometerse con realizar un auténtico proceso de terapia, no solo una descarga coyuntural, sino el poner palabras al dolor, el poner nombre y significado al dolor relacional que atraviesan.

El resignificar experiencias e historias, que quiere decir atribuir un nuevo sentido a esos contextos relacionales, encontrar nuevas perspectivas y desarrollar otras posibilidades.

Este espacio conversacional, abre discursos e historias complejas, con frecuencia, de pérdidas no trabajadas, de frustraciones acumuladas, de malos tratos, de relaciones y sueños muertos.

Cuando llegan al espacio terapéutico y se encuentran con profesionales que los escuchan y preguntan con respeto y para comprender -a la vez que los invitan a dar y construir nuevos significados sobre las experiencias narradas, a reflexionar sobre lo que sí han hecho bien y el futuro que les gustaría; cuando comienzan a sentir que la terapia no es un lecho de rosas autocomplaciente o de una pseudo autoayuda subdesarrollada, sino un encuentro para ir hallando su propio lugar distinto desde el cual relacionarse con los demás, algunas personas suelen boicotearse esa posibilidad de hacer y decir distinto y no se comprometen con su proceso, porque va a implicar aceptar que al elegir y decidir por sí mismos con responsabilidad, deberán aceptar asumir ciertas pérdidas, y esto es un desafío complejo.

Muchos prefieren mantener el statu quo, la convención, el lugar común, que es más de lo mismo; si se quedan de “víctimas”, tienen comodidades y pueden tiranizar desde esa posición la vida de otros; si se quedan de abusadores/as, sostendrán su poder y privilegio.

El proceso terapéutico, si es consistente, es el inicio de algo nuevo por hacerse, y eso da temor; resignarse al maltrato relacional, paradójicamente, para ciertas personas y contextos, parece más cómodo y menos amenazante que responsabilizarse de generar y crear bienestar común.

Estas situaciones se hacen aún más complicadas cuando los consultantes que llegan a la terapia para tocar asuntos de coyuntura, esbozan lo que realmente les tortura la existencia, entonces minimizar, banalizar o continuar postergando sus derechos es la alternativa de escape que escogen. Por ejemplo, cuando deben enfrentar que sus padres y madres no les han dado el amor, respeto, protección, dignidad que merecían y siguen encubriendo sus crueldades e injusticias, idealizando a esos padres y madres, por los que desperdician sus vidas, para mantener la fachada. Apenas intuyen que -en la terapia- podrían devolver la responsabilidad que esos padres y madres o los adultos con los que crecieron, realmente tienen, dan por terminado el proceso.

Otros temas, que tienden a sabotear la posibilidad de un proceso exitoso de terapia suelen ser: el no arriesgarse a enfrentar historias de abusos sexuales; adicciones (que banalizan y se venden el cuento socialmente legitimado de que controlan sus esclavitudes); violencia y abuso intrafamiliar; etcétera. En ocasiones los mencionan para hacer suponer que ya los superaron, sin embargo, cuando se trata de profundizarlos, darles un significado, establecer responsabilidades y reparar, lo tratan superficialmente para que parezca que hacen terapia sobre estos temas; o, consideran que ya pasó, ya se perdonó (como les exigen hacer, con coartadas humanistas, religiosas, pseudo profesionales o institucionales, quienes son cómplices de encubrir los crímenes contra niños, adolescentes y mujeres) y que sería inútil o demasiado doloroso seguir hablando de temas que angustian, desgastan y nos enfrentan a asuntos que fingimos, con coartadas de todo tipo, que nos roban cada día, los derechos, la alegría, la libertad y la vida.

También suele influir en el abandono de la terapia, la presión de los familiares -relaciones significativas para los consultantes- que, al intuir y notar que el hecho de que esa persona esté en terapia está implicando o conllevará la necesidad de transformaciones en las relaciones y estilos de vida, hacen de todo, desde síntomas, hasta berrinches, coerciones o chantajes, para impedirles continuar y así evitar toda transformación significativa a favor de los derechos de todos.

Además, cuenta mucho el que los profesionales no se propongan, en la relación con los consultantes, en un rol de “expertos omnipotentes” dueños de un supuesto saber científico, o que conviertan la terapia en una ocasión para explotar económicamente y emocionalmente a sus consultantes, crearles dependencia, proponerse como pseudo amigos, seducirles romántica o sexualmente, querer enseñarles a vivir o ponerse en un rol de salvadores, consejeros o jueces benignos o implacables, que diagnostican, recetan, educan, guían, domestican socialmente, colonizan su subjetividad, los mantienen en una condición de servidumbre social, cultural, emocional y política, y “curan”.

Alborada, 1965, Pablo Picasso
  • Un tercer momento de incertidumbre: es cuando los consultantes se apresuran a cerrar la terapia o la abandonan sin haber concluido el proceso.

Es importante entender que para que exista una transformación consistente en el estilo de vida relacional hay que comprometerse con este proceso, no existen milagros ni alternativas “facilonas” y se requiere un tiempo (cada persona tiene su propio ritmo y sus propios tiempos) para construir la diferencia.

No se trata de crear dependencia de la terapia, o que las personas vivan de las directrices arbitrarias de sus terapeutas. La vida está fuera del espacio de la terapia. Por ética profesional, consideramos, que hacemos bien nuestro trabajo cuando las personas ya no necesitan de nuestro trabajo, se hacen cargo de sus propias vidas con honestidad y son el tipo de personas que les gustaría ser, consigo mismas y con los otros.

El desafío es acompañar a los consultantes de la manera pragmática que lo necesitan, y que exista un cierre del proceso terapéutico que les signifique una experiencia liberadora, a favor de sus derechos, responsabilidades y posibilidades.

Uno de los desafíos más difíciles y complejos, también suele ser que las personas reflexionen con honestidad acerca de sus propias actitudes y prácticas en la vida cotidiana, que logren y quieran contagiar en sus espacios y contextos relacionales, familiares, profesionales, en sus diferentes redes de apoyo, que logren contagiar los logros, la consciencia distinta, los significados nuevos que van generando, construyendo de manera creativa y positiva en su proceso terapéutico; que lo que logran a favor de sus derechos en el diálogo terapéutico, lo lleven a sus otras relaciones y espacios, que encarnen esas diferencias en su vida diaria.

Desde nuestra postura socioconstruccionista, planteamos la redefinición de la terapia como la génesis intencional de significados y narrativas que puedan transformar la construcción de la experiencia de los consultantes mediante un diálogo colaborativo y reflexivo que hace posible la comprensión y la transformación relacional. La conceptualización de la terapia como un proceso conversacional de reconstrucción de narrativas. Con la creación conjunta de nuevos significados, el consultante es capaz de generar nuevas formas de acción. Las nuevas posibilidades relacionales se construyen dialógicamente en una praxis social…

Se trata de un proceso, en el que hay que respetar lo que los consultantes elijan, decidan; confiar que estarán bien asumiendo con responsabilidad su vida para crear bienestar social.

Parte de nuestra responsabilidad y ética relacional es confiar en que todas las personas tienen recursos y fortalezas propios, aceptar y respetar lo que los consultantes decidan; acompañarlos para que den un sentido a su ser con los otros en el mundo; confiar en el proceso dialógico, en este diálogo transformador llamado terapia; transformador para consultantes y terapeutas.   

La alegría de vivir, 1946, Pablo Picasso


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